Fuente: Clarín – La artista conceptual que representa al país en la 60° Bienal de Venecia cuenta sobre su instalación: emplea materiales reciclados, que lleva al extremo, y la flexibilidad como principio constructivo.
Ojalá se derrumben las puertas, la obra de Lamothe en un pabellón argentino que creció con la luz. Por primera vez no se tapiaron las ventanas.
La Luciana Lamothe (1975) que allá por 2003 desafiaba al mundo del arte con obras como Meadas, un registro del dibujo que su propia orina trazaba al deslizarse por la vereda, es la misma que hoy representa al país en la 60° Bienal Internacional de Arte de Venecia, sólo que amplificada. Cual cirujana de la materia, para su instalación Ojalá se derrumben las puertas –estructuras construidas con andamios de hierro, cintas de fenólico curvado y maderas descartadas intervenidas– examinó a fondo cada elemento y descubrió así su capacidad de cambio.
Nacida en Mercedes, provincia de Buenos Aires, Lamothe comenzó a mostrar performances nacidas en recorridos callejeros, como parte de una escena que batallaba por sus ilusiones recién llegado el siglo XXI, en un escenario de máxima crisis. Estuvo en el programa de artistas conocido como Beca Kuitca, y fue fichada por Appetite, una de las galerías insignia de aquellos primeros dosmil. Una década después, ya participaba de residencias internacionales, bienales y exposiciones, como Spit on the cement floor (2012), en la Galería Alberta Pane de París, donde invitaba a los visitantes a escupir sobre polvo para convertirlo en cemento. Recibió premios, como el de la Fundación Pollock-Krasner, en Estados Unidos en 2019. Y como representante de su generación, en 2023 fue curadora invitada en la exposición Cien caminos en un solo día, en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, donde se pudo ver una de sus estructuras de maderas industrializadas y andamios que extravían la arquitectura de su función, en un ejercicio de extrañamiento.Luciana Lamothe. Foto: Juano Tesone.
Hasta el 24 de noviembre, con la curaduría de Sofía Dourron, un pabellón argentino totalmente iluminado exhibe el resultado de un trabajo arduo de construcción que la artista primero ensayó en su taller de Quilmes, y luego montó en la ciudad italiana sobre materiales reciclados de otras bienales y rescatados de un pequeño bosque de Eslovenia. Como consecuencia, en la exposición todo parece posible: elementos como la madera se ondulan, simulando la misma suavidad de una tela –por increíble que suene–, jugando a la vez el papel de pared, techo y piso. El público está invitado a perderse en ese espacio, cuyo adentro y afuera no están claros, y donde se pone a prueba el vínculo del visitante con la fragilidad a su alrededor.
En entrevista con Ñ, Lamothe habla de lo que la inspira e inquieta, del valor de la identidad y la relación entre arte y sociedad; mientras repasa su trayectoria desde la inserción, hasta el trasfondo político de su puesta, que hoy representa al país en la más importante de las bienales.
–¿Era para vos una meta, un hito en tu carrera la Bienal de Venecia?
–Definitivamente, un hito. Para todo artista es un momento importante, no fundamental pero sí es un objetivo muy estimulante. Después, el desafío es que el trabajo esté a la altura, que tenga repercusión y provoque. Tiene que ser muy completo y, al mismo tiempo, sentís un compromiso. Es extraño porque el arte es con nombre propio y acá representás a tu país. Pero logré la profundidad, la contundencia y la potencia que quería.Para su instalación, Luciana Lamothe recicló maderas de otras bienales y recogió troncos en un bosque cercano.
–Los materiales que usás son siempre protagónicos. En este caso maderas industriales, tubos para andamios, troncos quemados. ¿Qué historia contienen?
–En los últimos años fui reformulando el objeto andamio para entender su sistema constructivo. Empecé a replantearme qué pasa con una herramienta como es (que es de sostén) cuando pierde su función. A la vez, empecé a preguntarme qué les pasa a los materiales de los que está hecho, supuestamente duros, del mundo de la construcción, y llegué a la conclusión de que no existen materiales duros. Todo material es blando. Lo duro o blando está ligado al punto de vista, una mirada si querés antropocéntrica, y hasta te diría patriarcal, porque lo duro está ligado a lo masculino y lo blando a lo femenino. Desarrollé una idea de la elasticidad de los materiales, la resistencia o tenacidad (la capacidad de un material de administrar la energía externa para no romperse). Me interesa generar estructuras grandes y monumentales pero que planteen esa blandura de la estructura, la posibilidad de movimiento y transformación. A partir de estas ideas, me interesé en las identidades: cómo llega el material a ser lo que es. La madera terciada es madera, pero es más que eso; viene del universo natural y de golpe nos llega de esta manera, cortada, feteada, con aglutinantes industriales para que se pegue una capa con otra. Entonces es un híbrido: es natural e industrial a la vez.
–¿Cómo elegiste los materiales?
-En la previa en Buenos Aires, en el taller de Quilmes, trabajé con guatambú, una madera dura del norte argentino que en Europa no existe. Llevarla era carísimo; tuvimos que adaptarnos, y ese ejercicio se volvió parte del concepto. Allá conseguimos maderas de todo tipo para investigar la vida útil del material: desde el tronco hasta que se convierte en mueble, que luego se vuelve desecho, se pudre o se quema. Quise reflejar esos momentos. Fuimos a un bosque de Eslovenia a buscar ramas, también a los bosques alrededor de Venecia donde hay árboles centenarios y uno justo se estaba muriendo. Además, recuperamos maderas de pabellones de Argentina, Finlandia y Alemania, que habían reciclado madera de bienales anteriores. Y espero que alguien me pida maderas en la próxima Bienal para seguir reciclándolas. Mientras recorrés la instalación vas viendo qué le pasa al material, sus distintas identidades. Esa es mi idea de identidad: no es fija ni estática. La identidad se va transformando, es dinámica.Propone cambios sobre el entorno construido.
–La instalación afirma la flexibilidad de todo, puesta a prueba. Como si dijera: “se puede ser esto y a la vez esto otro”. Y a la vez los materiales exhiben rasguños, imperfecciones, algunos están rotos. ¿Hablas de la humanidad?
–No me gusta decir que mi trabajo es metáfora de determinada cosa, pero son inevitables. Me quiero alejar cada vez más de las ideas antropocéntricas. El discurso tiene que ser más amplio, no solamente hablar de lo que nos pasa como humanidad, mirarnos cada vez menos el ombligo. El material tiene mucho para enseñarnos. Obviamente quiero que cada quien se sienta interpelado con la obra, si te pasa es porque está hablando de vos también. Al principio trabajaba con la idea de que un proceso destructivo también puede ser constructivo y viceversa, se retroalimentan. Luego desarrollé la idea de la transformación porque sale de ese binarismo construcción-destrucción abriéndote mucho más las posibilidades y cambios que le pueden suceder a un material o a su destino. Hay algo en la queeridad de los materiales que me interesa plantear porque si empezamos a ver esas cosas en la naturaleza, es que realmente es así la vida. Y las cosas no son de una manera tan determinante que se resuelve en los opuestos. Cuando trabajo en esta narrativa pienso en el punto medio entre la naturaleza y lo industrial, porque justamente en el punto medio es donde hay mayor tensión, la balanza no se va para un lado ni para el otro.
–La posibilidad del derrumbe está en el título, casi en forma de anhelo. También aparecía en otros de tus trabajos. ¿Pensas en la destrucción, o “liberación de la estructura”, como algo a veces tentador? ¿O necesario?
–En la instalación todo cuelga, todo está en tensión. Tiene un peso y está en equilibrio y al mismo tiempo es bastante frágil. El título es una provocación para generar un poco más de tensión en el cuerpo que atraviesa un espacio donde está todo suspendido. Está también el video de una acción en la calle, donde voy quebrando ramas con diferentes puertas del espacio público que uso de palanca. Ese quiebre que se genera contradice todo lo que viene pasando antes en la instalación, con un material muy flexible que estiro pero no se quiebra, y al final te digo: mirá, también se quiebra. Me gusta mostrar las dos opciones: la elasticidad extrema y la no resistencia. Lo siento como una identidad argentina en algún punto, de la tenacidad. Hay un momento en que ya no hay más resistencia y aparece una crisis, un quiebre. El material se trauma y colapsa.Detalle de la instalación, con maderas.
–En la misma línea, los conceptos de inestabilidad, transformación y límites también están muy presentes en toda tu obra. ¿Cómo se vinculan con el mundo actual?
–Hay un aspecto de la sociedad contemporánea que está ligado a las libertades individuales, que por suerte tienen cada vez más espacio, pero al mismo tiempo la intolerancia avanza con muchísima fuerza. Es un fenómeno dentro del capitalismo global. Nos seguimos peleando pero estamos todos ahí dentro. Además, estamos presos de las redes, una matrix cada vez más claustrofóbica. Parece no haber una salida muy clara, estamos dentro de la misma caja de zapatos discutiendo por la libertad.Otra vista del pabellón argentino.
–En este sentido anti jerárquico de que las puertas se derrumben, ¿te inquieta la posibilidad de que el arte contemporáneo no pueda ser leído por todos?
–Me gustaría que mi obra sea leída por un público bien amplio. Hay quienes me dicen que mi trabajo es para entendidos, pero creo que no. Me interesa mucho trabajar con las emociones y sensaciones. No hace falta demasiada especialización para que un espacio te afecte emocionalmente. Todos tienen algo para decir y es lindo cuando el movimiento es de ambas partes, cuando el arte trata de tener más llegada y la gente tiene acceso a la educación para entenderlo.
–Tu trabajo fue y volvió de la escultura a otras manifestaciones, como las acciones vandálicas en la calle, pero sin perder el espíritu provocador. ¿Cómo es el paso de una forma a la otra?
–No es lo mismo trabajar siendo NN en la calle a la noche, haciendo algo que nadie sabe que es arte y que tampoco te interesa que lo vean como arte, que cuando presentás algo en una galería. Lo que vuelve arte a esa acción vandálica es lo que viene después: el registro, la circulación dentro del sistema del arte. En cambio, si muestro en una institución o pienso obra para una galería, ya está mediatizado lo que estoy mostrando.
–¿Cómo te insertaste en la institución del arte, o en el mercado? ¿Qué le dirías a un artista que se quiere insertar?
–Estaba en el proyecto Venus, de Roberto Jacoby, donde pude empezar a relacionarme con artistas y a mostrar mis cosas. Después la galería Appetite; ahí hacíamos de todo, era un espacio de contención y creación. También a través de las clínicas, hice con Pablo Siquier y Ernesto Ballesteros; allí conocí a un montón de artistas y colegas con quienes después fui creciendo a la par. En el certamen Curriculum Cero, que organizaba Ruth Benzacar, me dieron un premio y ahí empezó un recorrido más institucional. Es un camino muy, muy difícil. Y en ese momento, claramente más para las mujeres. Era raro plantearlo pero fue así.
–¿Qué cosas te inspiran actualmente?
–Aunque la ciudad también me inspira, salir a las afueras. Me inspiran las relaciones humanas, su complejidad; es tan difícil relacionarse y comunicarse que ahí veo mucho jugo. Me inspira la arquitectura, el desarrollo tecnológico. La precariedad me genera preguntas. Me inspira preguntarme sobre la comodidad, si es necesaria o lo es más bien escaparle, si es un destino interesante, digamos. ¿Es realmente a lo que todos queremos llegar, la comodidad? ¿No es un poco el comienzo de la muerte? Mi trabajo se hace esa pregunta en las tensiones, en la inestabilidad. En la verdad de los materiales, en su rusticidad. En eso de mostrarlo así, tal cual es.