Fuente: La Nación ~ Su obra se puede ver en las calles de Buenos Aires; detrás de escena, la historia de un chico diferente que sintió el llamado del arte desde temprana edad.
En una época en la que internet estaba dando recién sus primeros pasos, todo lo interesante que sucedía en Buenos Aires, se sentía demasiado lejos para él. “Como en cualquier ciudad del interior argentino, a Córdoba capital todo llegaba un mes tarde”. Aunque no fue claramente una elección consciente, pasó la mayor parte de su infancia recluido en la casa de sus padres. Espaciosa, con muchos ambientes y paredes llenas de arte y bibliotecas, los libros y el jardín se volvieron los refugios donde calmar su ansiedad.
Dibujaba todo lo que podía y pasaba horas mirando las revistas de moda que su madre coleccionaba para intentar replicar las ilustraciones que allí veía y tanto lo atrapaban. “El primer recuerdo nítido que tengo sobre el impacto del dibujo en mi vida fue ver a mi madre dibujar una planta que necesitaba para una tarea de biología. Ver que alguien podía crear algo de la nada misma me impactó muchísimo y cuando empecé a leer historietas y cómics, uní ambos mundos en mi cabeza y descubrí que dos cosas que me encantaban podían coexistir”. Fue un camino de ida.
Libros y el jardín de la casa, los refugios de la infancia
A Andy K. siempre le costó relacionarse con los chicos de su edad en el colegio y fuera de ese ámbito. Tampoco era de los que se sentían atraídos por los cumpleaños o las fiestas. Es que, desde temprana edad había tenido que acostumbrarse a las alergias a repetición y demás problemas médicos que hicieron que incluso le fuera difícil sentirse cómodo participando de actividades al aire libre o deportes.
En cambio, leía todo el día. Eso le generaba una satisfacción enorme y le hacía sentir que pertenecía a un mundo de fantasía increíblemente privado. “En mi casa solo se veía una hora de televisión al día, por lo que el jardín se volvió el escenario para jugar y divertirme cuando no estaba leyendo”.
La adolescencia no estuvo libre de problemas. Entre querer dedicarle el mayor tiempo posible a hacer arte y aprender sobre ese maravilloso mundo, y la necesidad típica de desobedecer las reglas terminó por rebelarse contra las figuras de autoridad. La adolescencia también vino acompañada de más problemas médicos. Aunque era un asunto que había comenzado a mostrar sus efectos a partir de los catorce, no fue hasta los veinte años que tuvo un diagnóstico claro. No producir testosterona hizo que no le interesaran las mismas cosas que a los demás chicos de su edad. En ese contexto, su mundo interior se volvió cada vez más rico, privado y por momentos doloroso.
Durante el secundario asistió a diferentes colegios -algunos muy buenos- pero ninguno dejó en él una impronta muy marcada. “Quizás era porque pasaba la mayor parte del tiempo dibujando en clase. Dibujaba todo lo que podía y miraba mucho cine, anime y series. Si los libros fueron mi conexión con el mundo en la niñez, la televisión y el cine lo fueron en mi adolescencia”.
Un vínculo problemático que dejó su marca
Con bandas como Nirvana y My Chemical Romance, la música tomó un rol protagónico a sus 25 años, y le permitió conocer una subcultura de personas que apostaban por una vida corrida de lo que entonces se consideraba la norma. “Me dio una familia elegida y por primera vez me sentí contenido”.
Es que el vínculo con sus padres se había vuelto ciertamente problemático. “Creo que era difícil para ellos entender a un adolescente con mis particularidades, que quería hacer arte en vez de sociabilizar o preocuparse por tener un buen promedio en el colegio. Por lo general es una u otra situación, pero yo no era ninguna. Además, ahora entiendo que ellos tenían sus propios problemas, y esperaban que yo fuera más comprensivo o adulto, cuando yo en realidad lo que quería era atención”.
Andy K. comenzó a evidenciar algunos síntomas de depresión, algo de lo que no se hablaba mucho en esa época, y que sus padres no estaban preparados para manejar. “Mi padre era un hombre con muy buenas intenciones, pero perteneciente a una generación que no expresaba sus sentimientos o angustias. Siempre existió un silencio entre ambos que se hacía más grande a medida que crecía”.
A los 25 también llegó el primer cimbronazo laboral. “Dibujo para mí desde que tengo memoria, y a partir de los 20 años me dediqué a dibujar encargos que me hacían por internet, dibujando desde retratos a ilustraciones para cuentos y novelas amateurs. Mi estilo evolucionaba continuamente, y en esa época me interesaba más la experiencia que el producto final. Cuando tenía 25 intenté vivir de la ilustración, pero fue prácticamente imposible: todos los directores de arte que visité me dijeron que mi estilo no funcionaba”. No se dio por vencido y siguió perfeccionándose por su cuenta en el estilo y la técnica mientras trabajaba en otros rubros.
La aceptación, parte del crecimiento
Fue un golpe duro. Pero sacó provecho de la situación y entendió que parte del proceso estaba en aceptar que, si no conseguía oportunidades en los espacios artísticos tradicionales, iba a tener que crear esas oportunidades desde su lugar. Surgió entonces la idea de crear obras en formato afiche e incorporar el Street Art como una forma de salir a buscar al público en la calle en lugar de esperar que alguien eligiera su arte para una muestra.
La apuesta fue fructífera: gracias a la conversación virtual que se generó cada vez que alguien se sacaba una foto con las obras en la calle y las compartía en redes, Andy pudo desarrollar obras para marcas de indumentaria como Kostume y organizaciones como Greenpeace.
Y fue quizás esa mirada con la que rechazaron sus trabajos -y que lo conectó profundamente con lo que había experimentado durante su adolescencia- la fuente de inspiración para dar rienda suelta a su creatividad. “Gran parte de mi inspiración viene justamente del mundo adulto, pero desde una mirada de reproche y melancolía. Las dificultades de la adultez, la pérdida de la inocencia y los growing pains (dolores del crecimiento). Creo que parte de crear es otorgarle a un otro lo que a uno le hubiera gustado saber o poder expresar en su momento. Crecer es algo muy complicado, nadie te explica cómo va a ser o cuánto duele. Incluso si en apariencia tenés todo resuelto, la vida sigue siendo difícil y hay una cierta imposición social de no hablar abiertamente de eso. No se discute abiertamente sobre la tristeza, sobre las cosas en las que vas a pensar, incluso si ya pasó una década, tampoco te dicen que pocas personas disfrutan lo que hacen y muchas están llenas de arrepentimiento por las decisiones que tomaron”.
Curitas, parches y un intento por sanar el pasado
Sin duda esa decepción por crecer y el choque entre el mundo joven y el mundo adulto es algo que aparece inconscientemente en su obra. Esto está reforzado por el sello que la cultura punk imprime en sus trazos desde siempre: el sarcasmo, el tono contestatario, la libertad de sentirse inadecuado, de no pertenecer y poder poner en duda lo que la sociedad espera de uno.
Pero también en su arte hay un intento de poner curitas y parches a lo doloroso de la vida que se aloja en el cuerpo y de alguna forma siempre está. “Esto en parte viene de tener que manejar la vida con dolor crónico. Las curitas, los parches y el fuego son un intento de mostrar ese dolor que se siente, pero no se ve. Pasé mucho tiempo en cama de hospital y esas cosas se quedan con vos. Parte de esa experiencia me sigue hasta el día de hoy. Siento que todos estamos heridos de algún modo, y la gravedad de la herida depende de como experimenta el mundo cada persona. Mi dolor de manos se intensifica cuando termino de dibujar, pero no es algo que pueda dejar de hacer. Dibujar termina doliendo, pero paradójicamente para mí crear siempre ha sido una manera de sobrellevar el dolor, ya sea espiritual, mental o físico”.
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