Fuente: Hoy Día ~ Históricamente subvalorada, por mujer, por contemporánea, por incontinente e incontenible, o sencillamente por artista, Marta Minujín demuestra que es uno de los grandes íconos del arte argentino. Pocas personalidades tienen un caudal nacional e internacional tan importante. Y ninguna una historia de vida similar.
Abandono y sobreestimulación
Nacida en una familia formal, madre católica, padre médico, tuvo una infancia marcada por la muerte de su hermano -estudiante de medicina- y el posterior abandono de sus padres.
Ella misma definiría su niñez como “horrible”. Su carácter, al comienzo retraído, floreció en fuego desde la adolescencia. Incontenible y atravesada por un rayo creativo, estudió arte desde los 12 años. Con la personalidad en proceso de modelado, sus primeros amigos -mayores que ella- fueron quienes compartían el aula en Bellas Artes: Le Parc, Polesello, Pérez Celis y otros precursores. Eran tiempos convulsionados desde todo punto de vista: el arte, la política y el pensamiento constituían una masa que hervía a borbotones de colores.
Su familia hubiera querido una carrera para que se ganase la vida, pero ella eligió “trabajar para ganar la inmortalidad”.
El amor constante
Viviendo con intensidad adolescente, se enamoró. Impredecible, eligió un compañero completamente fuera de cuadro. Con sólo 16 años y un documento falsificado, se casó con Juan Carlos Gómez Sabaini -con quien compartió una inusual pareja de 50 años- hasta 2021, cuando la viudez los separó.
Gómez Sabaini, encumbrado economista, no era un actor de reparto: directivo de la OEA, el BID, y otros organismos internacionales, fue un reconocido colaborador en temas tributarios en el período de Alfonsín. “El amor es como el arte: libre”, una frase para explicar su pareja.
Marta no es la mamá del actor Juan Minujín, es su tía. Su hijo es Facundo Gómez Minujín, actual presidente del JPMorgan para la Argentina y el Cono Sur, y ex presidente de la Fundación ArteBA. Su otra hija es Gala Gómez Minujín, experta en relaciones internacionales, también colaboradora de ArteBA.
Poco después de casarse su vida comenzó a vibrar entre distintas partes del mundo. A los 18 años ganó una beca del Fondo Nacional de las Artes y se radicó en París, donde se vinculó con los grandes artistas de los 60, como Lebel o Christo, y pensadores como Sartre. Este último la influyó sustancialmente con sus ideas existencialistas. En esa época se edificarían dos pilares interiores de la artista: el arte lo es todo, y la obra es trascendente al objeto. Desde entonces sacrificaría su persona cediendo todo para la creación, aunque le consuma. Como el fuego. Lo mismo con sus piezas: convencida que las obras tienen alma, se despojaría de la materialidad como recurso y se aferraría a las ideas de cada trabajo.
Una llamarada conceptual
Enfocada en producir, eligió vivir en un galpón sin las condiciones mínimas de habitabilidad. El baño y la calefacción eran lujos innecesarios. La fábrica Minujín requería espacio y la persona tuvo que resignar las comodidades mínimas para tener un sitio capaz de albergar, por ejemplo, los colchones que usaría en sus instalaciones desde entonces.
Su primer happening -paradigmáticamente- consistió en la quema de toda su producción artística. Nacía la artista conceptual, la creadora interesada en relacionar y darle sobrevida a la obra dentro de los asistentes.
Pasarían los años, las décadas, y los trabajos de Minujín serían comidos o regalados entre los participantes. En esa época también comienza un cambio formal en su obra y persona: deja atrás la angustia existencial -y su correspondiente aspecto oscuro- y adopta una lógica más pop y estridente. Esa condición global y social del movimiento sería la gramática de toda su obra posterior. “El pop me salvó la vida. Los colores influyen en ella… así como la risa tiene color”.
Soy mi mejor obra
Menos existencialista y más conceptual, Minujín conduce su trayectoria hacia Estados Unidos a finales de la década de los 60, donde la movida la acoge como una actriz necesaria. Simultáneamente, en el país produjo “La Menesunda”, un trabajo demencial que, en 1965, impulsó el Instituto Di Tella. La instalación era recorrida por grupos de personas que transitaban 17 zonas con neones, un video wall de televisores, una habitación con una pareja en una cama, un consultorio odontológico, o una cabeza femenina habitable donde una maquilladora atendía a los visitantes para que luego fueran trasladados a un canasto giratorio (no perdamos de vista que es 1965). También había un cuarto de espejos, luces negras y papel picado con olor a fritura.
Abraza los 70 con estadías en diversas partes del mundo y miedo en la Argentina. Adopta los lentes oscuros para no ser reconocida en el país (ahora dice que se los tiene que sacar para pasar desapercibida). Las grandes gafas siguen puestas por la noche y la acompañan en las performances del desenfreno, cuando atraviesa la nocturnidad mundial en limusina junto a figuras como Dalí o Warhol. Idealmente hacían un escándalo.
En la década de los 80 Minujín hace pie en Argentina. En 1982 recibe un premio Konex, al igual que lo haría en 1992, 2002, 2012 y el 2022 (parece que la Fundación sí la valora).
El regreso de la Democracia a la nación (con mayúscula deliberada) se celebra con una obra de su autoría. A días de haber asumido Alfonsín, la artista creó un Partenón de libros prohibidos que fueron distribuidos entre los visitantes, una acción que sintetizaría la edificación y madurez de sus investigaciones previas. Grandes obras, que dialogan con el paisaje y la ciudad, producidas con equipos de colaboradores dirigidos por su liderazgo energético, conceptuales (nos referimos al arte de las ideas y no de los objetos), y que se vinculan e interpelan a los asistentes. Tragarte, llevarte, divertirte, dormite o mancharte integran al arte de forma trascendente en la vida de quienes participan.
La dimensión política, presente en instalaciones como el Partenón, continúa durante esta década con “Pago de la deuda externa argentina” (1985) a Andy Warhol, una performance en la que entregó choclos “el oro latinoamericano” de forma simbólica.
Los 90 son un período borroso para la artista y su producción. Sus trabajos son menos reconocidos y se diluyen en un tiempo marcado por el consumo de drogas, que la misma artista reconoce como “de encierro”. En 2004 la detuvieron por tenencia de cocaína, una instantánea que recuerda como un punto sin retorno para reinventarse y llegar a hoy: “sólo tomo café”.
En la década siguiente (2010-2020) despeja todas las dudas sobre la potencia de sus trabajos, que ingresaban sonoramente a los grandes museos del mundo. Marta hace un “Lobo marino de alfajores Havanna” (2014) para inaugurar el nuevo Museo Mar, acá, y comenzamos a entender que tenemos entre nosotros a una de las artistas más relevantes del mundo.
La Documenta de Kassel lo certifica en 2017 al invitarla. Entonces, reconstruye “el partenón de libros prohibidos” allí donde los nazis quemaron un millón de ejemplares. 15.000 periodistas del todo el mundo, así como el establishment del coleccionismo, lo celebran.
Sigue sin haber público en sus acciones, hay participantes como en su intervención acá, en Córdoba, cuando montó su “Galería blanda” (2017) en la extrañada Casa Naranja. El trabajo fue donado, luego, al Museo Caraffa. También fue el tiempo de recibir el Premio Velázquez, que tiene una interesante dotación en euros.
Entonces se le preguntó “¿Qué vas a hacer con los euros? Trabajar también los sábados”, respondió.
Arte hasta la eternidad
Alguna vez dijo que se suicidaría a los 40, a los 60… Con otro marco y perspectiva, al ser contactada con motivo de su cumpleaños número 80, aclara “no voy a hablar de mi cumpleaños, al menos hasta que pase. Tampoco es tanto… es un casamiento con la eternidad. Nada más”.
Si cortara mi vida a la mitad, en la primera parte, cuando era nada más que un joven, compartí una noche con Minujín. Una parte de la noche. Todos esperaban, ilusionados, un escándalo. Pero no sucedió.
Creo que era su período excesivo, pero, en una cena divertidísima (donde tampoco se rompió nada) y con la compañía de Dolores de Argentina, tomó algunos platos del restorán y los transformó en “arte arte arte”. Siento que es un pequeño pecado tener, justo en frente mío ahora, esa pequeña obra que aclara de su puño y letra “Córdoba – 1999”. Porque la artista que no cabe en una nota, que merece una tesis doctoral, que muchas veces ha sido tildada de tilinga, está más viva que nunca y sigue exigiendo que todo lo suyo expanda la cabeza de quienes la habitan. Regalar experiencias, sembrar el cambio.
No lo entendí entonces porque ni yo -ni gran parte del mundo- estábamos listos. Pero hoy, mientras completo este texto voy a poner estas palabras picadas en el plato y, desde el HOY DÍA CÓRDOBA, se las vamos a soplar a la gente. Ojalá terminen dentro de las personas. O al menos en escándalo.