Fuente: Ámbito – El Museo Nacional de Bellas Artes presenta la exposición “Un pintor en los orígenes del arte argentino”, donde predominan sus paisajes rurales.
El Museo Nacional de Bellas Artes presenta la exposición “Un pintor en los orígenes del arte argentino” y así celebra los 200 años del nacimiento de Prilidiano Pueyrredón. Educado en Francia, el artista fue también ingeniero y cuando volvió a la Argentina agobiada por las guerras civiles, reveló a través de sus retratos la genuina identidad de los personajes de la Gran Aldea; dejó un verídico testimonio de los paisajes de la ciudad y sus alrededores, sobre todo, de la costa bonaerense y pintó las tradiciones del campo. Con igual fortuna pintó los primeros desnudos realistas que se conocieron en estas tierras. De hecho, es preciso mencionar la ausencia de “El baño”, pintura perteneciente al Museo de Bellas Artes y actualmente en préstamo, porque genera un hueco en la comprensión del eclecticismo del artista. “El baño” ostenta la alegría del rostro sonriente de la modelo, y la belleza rotunda de sus pechos en las transparencias del agua. El erotismo intenso y sugerente de la pintura, implicó un desafío para la época, al igual que los dos desnudos femeninos de “La siesta”.
Hijo de Juan Martín de Pueyrredón, exdirector supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, personaje que eligió el exilio cuando Juan Manuel de Rosas asume la Suma del Poder Público, Prilidiano viajó a Europa en la infancia con su familia. Cuando regresó a América, se instaló con sus padres en Río de Janeiro. El emperador de Brasil había convocado a grandes artistas y Pueyrredón concurrió durante tres años a la Academia de Dibujo y Pintura. De vuelta en París estudió ingeniería en la École Polytechnique y simultáneamente perfeccionó sus conocimientos de dibujo y pintura. Asimiló entonces las tendencias de la época, el neoclasicismo de David y su discípulo Ingres, el romanticismo de Delacroix y, también, el espíritu de los paisajes de la Escuela de Barbizon.
En Buenos Aires se encuentra con cierta distensión de la feroz tiranía de Rozas que permite el desarrollo de algunas actividades culturales. Manuelita Rosas inspiraba respeto hasta a los más adversos enemigos de su padre y es la protagonista de su más famoso retrato. La ejecución significó un desafío, ya que le imponen el formato del cuadro y el color punzó del vestido. El historiador Roberto Amigo destaca: “Luego del Pronunciamiento contra Rosas en mayo de 1851, los federales porteños estaban obligados a potenciar sus ‘expresiones federales’. El retrato de Manuelita, aunque pertenece al universo de estas prácticas políticas, expresa, sin embargo, un cambio en el uso de las imágenes hasta entonces ocupado por la efigie omnipresente de Rosas. La imagen de Manuelita –persona estimada hasta por los propios unitarios– era postulada como la intermediaria entre el pueblo y el gobierno, es decir, auguraba la apertura a un mayor consenso. Este retrato es la afirmación de Manuelita como ejemplo federal del amor filial y la piedad, virtudes privadas que si eran públicas, nunca tan necesarias como ante el próximo fin del régimen”.
Antes de partir rumbo a Cádiz, su amigo Miguel de Azcuénaga le pide un proyecto para construir una quinta de Olivos. Así realiza los planos de la construcción que hoy forma parte de la Residencia Presidencial. Estaba ya en Europa cuando se entera del resultado de la batalla de Caseros y lo invade la nostalgia. Considera su “destierro tan largo y monótono” que en 1854 vuelve en busca de sus afectos . Al llegar se convierte en uno de los ejecutores del advenimiento del progreso. Y escribe: “Permanezco enteramente fuera de la política, pero sirviendo a mi país en mi carrera de ingeniero. El gobierno ha depositado en mí una confianza ilimitada, de suerte que me encuentro al frente de toda la obra pública que se va a hacer”. En esos años reforma la Pirámide de Mayo y planta 300 árboles en la plaza de la Victoria, termina la fachada de la Catedral y construye desagües. Pero encara el trabajo “sin sueldo ni compromiso alguno”. Asegura que “para mayor garantía no sólo no pasa un cuarto por mis manos, sino que ni siquiera intervengo en los contratos… De este modo, espero que jamás me podrán acusar de prevaricación con los dineros públicos”. Cuando construye el puente giratorio de Barracas sobre el Riachuelo que permitía el paso de los buques, debido a la naturaleza cenagosa del terreno es arrasado por una inundación Pueyrredón sume la responsabilidad como propia e invierte dos millones de pesos para volverlo a levantar. Rechaza los cargos públicos y por excesivas que fueran sus obligaciones nunca deja de pintar. Proyecta un Museo de Bellas Artes, que la inestabilidad política impide concretar.
Sin embargo, han comenzado a llegar los pintores viajeros y en la pinturería de Fusoni comienzan a realizar exposiciones. Miguel Cané oficia de crítico de arte y allí expone Pueyrredón el retrato de Calzadilla y el de Azcuénaga, con el gesto orondo y satisfecho que se puede apreciar en la muestra.
Predominan en la exposición las pinturas de los paisajes y las tradiciones del campo. La pintura ejemplar es “Un alto en el campo”, obra del siglo XIX que refleja una identidad nacional frente a la inmigración iniciada en esos años, fenómeno que alteraba esa semejanza de familia y raza. “Pueyrredón realizó un compendio de motivos establecidos para la representación de la campaña rural desde los años cuarenta, difundidos por los álbumes litográficos: el camino de carretas, la familia rural, el galanteo amoroso, el gaucho en traje de pueblo, la ranchería con ombú, la cebada del mate por la paisana, el encuentro de paisanos a caballo”, observa Roberto Amigo en el exhaustivo catálogo que reúne la obra completa del MNBA. Allí mismo destaca la condición “poética”, la sociabilidad campesina y sugiere que Pueyrredón representó “el fin de las guerras civiles de la etapa federal –resultado de aquella pax rosista descripta por Domingo F. Sarmiento–“. Acaso el presente resguarde en algunas comunidades rurales aquella identidad argentina que hoy exhibe Pueyrredón.