Fuente: La Nación – El estereotipo del dibujante silencioso huye despavorido ante la divertida verborragia de Liniers, un tipo ocurrente al que ninguna Inteligencia Artificial podrá emular jamás, porque no lo entendería. Duendes, monstruos, pingüinos, brujas, Guadalupe el esqueleto, el Hombre de negro, Enriqueta y el gato Fellini se entremezclan sin rumbo aparente en el universo de una tira que sale publicada en LA NACION hace más de 20 años y que va por su decimosexto libro (Bienvenidos a otro lado, Reservoir Books). Viñetas que tocan fibras recónditas de los lectores, que llegan a los imanes de sus heladeras y que han convertido a su autor en el rockstar de la historieta.
¿Dónde quedó aquel chico tímido que salía a los recreos con un muñeco de Han Solo para que lo defendiera de los grandes (los monstruos), que casi no hablaba con sus compañeros de clase y que balbuceaba de adolescente cuando quería encarar a alguna chica? En una oficina del centro porteño, Ricardo Liniers Siri dice que el escenario borró de un plumazo su timidez. Kevin Johansen le propuso en 2008 dibujar durante sus conciertos y todo cambió. “Al principio dibujaba al lado del sonidista, pero Kevin me decía: la fiesta es el escenario. Así que me subí una vez y entendí: es acá. Al mismo tiempo, pasé de usar la computadora a usar pinturas, así que no tenía sentido estar atrás. Ahí apareció en mí un personaje que no conocía. Es una incógnita cómo es uno en un escenario hasta que sube. Tal vez el pibe que hace reír a todos en el colegio sube al escenario y se queda duro. Y el que no habla en el escenario es Dustin Hoffman. Ahora yo soy Dustin Hoffman”.
–¿Tu soltura apareció ahí o en tu vida privada ya existía?
–La descubrí ahí. Ni en mi grupo de amigos soy el bardo. Puedo tener un momento de inspiración, decir algo y que se rían. Pero nunca fui el de “ahí llegó Ricardo, qué alegría”. Soy tan no importante en las fiestas que cuando decía que iba a poner música, todos por lo bajo hacían buuu. Así me quedó el nombre de DJ Boicot. Ponía a Tom Waits y efectivamente la gente dejaba de bailar.
Dice que tener una editorial en la Argentina es “remar, remar y remar. Abrimos en 2008. Imaginate: se cae Lehman Brothers, quiebra la economía mundial, y nosotros: ¿qué te parece Angie si abrimos una editorial? Dale, qué lindo. En ese momento no se publicaba en el país casi nada de novela gráfica argentina, pero sí en Europa. Y me daba rabia ese despilfarro cultural, como si los discos de Charly salieran sólo en Francia y acá nadie los conociera, o como si Les Luthiers tocara únicamente en España. Pero hace poco tuvimos que girar un poco el timón hacia historietas para primeros lectores. ‘¿Historietas para niños? ¡¡¿Qué?!!’. Sí, pasamos años diciendo ‘historietas para grandes, historietas para grandes’, pero… Quisiera publicar más libros en general, pero entre que pagás los derechos para poder imprimir y recibís la plata de las librerías, con cien por ciento de inflación, es muy difícil”.
–¿Sentís que no se toma en serio todavía la “historieta para grandes”?
–Todo el mundo quedó trabado en Astérix o Superman, pero la historieta, al igual que la literatura, es un viaje, un camino. Cuando sos chiquito leés a Mark Twain, a los 15 a Stephen King y a los 50, a Dostoyevski. Hay libros para determinados momentos de tu vida. Si leés On the Road a los 18 años, funciona como una promesa: mirá todas las aventuras que hay por delante, jazz, gente rara que vas a conocer, fiestas, intelectuales por todos lados. Pero si lo leés a los 60, vas a ver toda la aventura que te perdiste, el sexo que no tuviste, los viajes lisérgicos que pasaron de largo. Hay que leer libros en su momento. Con la historieta pasa lo mismo: cuando uno busca, rasca, encuentra material para cada edad. En Francia lo entienden perfectamente: en una comiquería hay gente de todas las edades, el abuelo busca su historieta, el nieto la suya. Es como pensar que el cine es sólo películas de superhéroes.
–¿Nombraste a Dostoyevski porque lo estás leyendo ahora, que cumplís 50?
–Leí ahora Crimen y castigo. Madre de dios. No lo hubiera disfrutado tanto a los 18 años, cuando no tenés pecados de ningún tipo como para identificarte un poco con Raskólnikov… Hay un detalle en ese libro que me vuelve loco, que a la señora no la mata con el filo del hacha, sino con el lado opuesto. Está lleno de esas cosas, es una belleza.
–En tu obra puede haber oscuridad, pero nunca tanta.
–En Macanudo, imposible. Pero cuando hacemos la presentación con Alberto Montt [Stand Up Ilustrado], metemos mucho de eso. También hice un libro muy oscuro con Mario Bellatin [Bola negra, Sexto Piso]. Una revista de comida le había pedido un cuento sobre comer y obviamente él escribió la cosa más truculenta que se le pasó por la cabeza. Adaptarlo era desafiante, porque es un texto corto y lleno de imágenes. Entonces le propuse hacer dos renglones por página, de manera que las palabras tal vez se cortan, a diferencia de los globitos de las historietas. Quedó un efecto propulsivo: las oraciones no terminan en una página, tenés que seguir a la siguiente.
–Contaste que a Borges también le tomaste el gusto hace poco.
–Lo intenté a los 18 años, como muchos. A esa edad te agarrás de cosas fascinantes como “Funes, el memorioso”, pero rebotás con la mayoría. Voy a seguir leyendo “Tlön, Uqbar…” toda la vida y seguiré encontrando otros cuentos ahí dentro. Pero hace un par de años lo encaré de nuevo y me di una panzada. Descubrí por ejemplo su sentido del humor, que no le entendía cuando era chico. Es el sentido del humor de cuando hablaba también. Un sentido del humor muy… nerd, muy lindo. No me acuerdo en qué cuento es que hace una llamada larga, donde va narrando que un tipo había decidido que, tal vez, el ajedrez era mejor juego sin las torres. La llamada en el texto hace toda una explicación sobre por qué el ajedrez sería mejor, le da varias vueltas al tema hasta que dice que el señor, al final, se dio cuenta de que era mejor así como está [se ríe]. Es un chistonto, pero hermoso. Borges, además, es nuevo cada vez que lo leés. También es propulsivo, en el sentido de que cada cuento es tan corto, por más que sea muy denso, que te lleva a seguir y seguir, porque es una experiencia rarísima, siempre te da intriga. Otro cuento: ¡“La memoria de Shakespeare”! También es un chiste: un pibe se puede comprar la memoria de Shakespeare y está feliz, pero al final lo que se acuerda es a Shakespeare peleándose con el vecino y esas cosas mundanas. Para Borges, Shakespeare era un artista escribiendo, pero el resto del día se la pasaba cocinando, yendo al baño… A los 18 años se me hubiera pasado de largo ese humor.
–Te criaste en el barrio de Retiro, justamente donde vivía Borges, estaba la Manzana Loca y había mucha movida cultural. ¿Tenés recuerdos de esa época tuya de la ciudad?
–Toda mi vida fui un bicho del centro porteño. Por eso, después, mudarme a Vermont me daba un vértigo importante. Antes de irme, en una entrevista conté que me estaba por mudar y dije que yo era una especie de Woody Allen, en el sentido de que pasé toda mi vida en la ciudad y ahora me iba al otro extremo, al bosque. Titularon la nota: “Liniers: ‘Soy el Woody Allen de Buenos Aires’”. Me odiaron todos al mismo tiempo: las feministas, la comunidad judía, los que aman a Woody Allen, los que no lo soportan. “¿Qué te hacés el gracioso? Bajate del caballo, Liniers”. Pero sí, fue un vértigo mudarme, sobre todo por mis hijas, que eran muy chiquitas. Fue una movida grande.
–Buenos Aires no tiene todavía la estatua de Enriqueta o Fellini. ¿Pensás que falta mucho para eso?
–El larretismo no dictaminó todavía que mi trabajo está al nivel de Gaturro y otros. –Lo pensaba más por tu estilo, por la cantidad de gente que nunca va a llegar a leer tu trabajo, que originalmente parecía más de nicho. –Macanudo es una historieta rara. Todavía me sorprende el éxito que tuvo, no me lo esperaba ni en sueños. Imaginaba que, entre los lectores del diario, podía atraer a los más nerds, y listo. “Alguno le encontrará algo”, pensaba. Lo que hace, por ejemplo, alguien genial como Maitena es muy claro. Tiene lógica que le vaya bien, y que los franceses, los italianos o los suecos se enganchen. Analiza a las mujeres o la vida en pareja, y hay mujeres y parejas en todos lados. Yo en cambio dibujo duendes, que no se entiende una goma qué hacen [risas]. Yo estaba bien con ser un bicho raro, pero se ve que hay bichos raros en todas partes, increíblemente. Porque Macanudo salió en no sé cuántos países, y ahí anda dando vueltas. No sé qué entenderán, pero se llama Macanudo en todos los idiomas.
–¿Vos decidiste eso?
–Sí, porque es el nombre. Y existe Google para saber más de la palabra si te genera inquietud. La verdad es que no es tan importante el nombre de las historietas. Es como Los Beatles o Peanuts: son nombres que dejan de tener sentido. Los Beatles es un juego de palabra, entre beat y unos bichos. Y ese nombre absurdo es hoy referencia de la mejor música que se haya hecho. Lo mismo con Peanuts, ¿qué tiene de interesante que se llame maní? A Charles Schulz no le gustó nunca el título, se lo pusieron en el sindicato que lo contrató. Macanudo es una palabra optimista. Los diarios casi por definición, salvo algunas secciones, son pesimistas: esto anda mal, Covid, corrupción, Donald Trump, Milei. Pero al final del diario, alguien te dice: “Pará, mirá alrededor, es viernes, te vas a tomar un vino con un amigo, no está todo tan mal”.
–Además, la inquietud con el nombre permite volver a la historia de por qué lo elegiste, en 2002, cuando el optimismo era muy necesario después de las Torres Gemelas, el estallido social en el país…
–Muchas veces la gente busca eso con la historieta, conocer qué historia tiene detrás. Di unas clases en la Universidad de Dartmouth sobre historieta latinoamericana. Y lo que más les interesaba a los alumnos –que ninguno iba a ser historietista, sino profesional de muchas otras cosas más útiles–, era el contexto. ¿Por qué El Eternauta se hizo en ese momento, cómo salió una historieta así en la Argentina, cómo se resignificó, qué estaba pasando? O te preguntaban: “What is peronism?”. “Eso es otra clase, ¡o todo un doctorado! Acá te puedo contar un poco de Mafalda nomás”. Les genera mucha intriga saber más de Evita o qué pasó con [Héctor] Oesterheld, con sus hijas y la dictadura. Cosas de este país de locos que cuando las contás afuera, todos abren los ojos y te dicen: no puede ser. “¿Ven estas fotos, de ese señor y esas cuatro chiquitas? Bueno, diez años más tarde estaban todos desaparecidos”. O te preguntan quién es Charly García y lo mostrás saltando de un noveno piso, entonces nada parece tener sentido. Yo armé las clases con material argentino como eje, aunque también había una historieta brasileña increíble como Daytripper y algunas otras.
–Viviendo ahora en los Estados Unidos, ¿no se plantean si es lo mejor criar a sus hijas lejos de su propia historia?
–Son infancias diametralmente opuestas y cada una tiene su encanto. Cuando yo tenía 12 años, iba todos los fines de semana al cine Metro cuando estrenaron Volver al futuro. No tenía amigos que quisieran ver todos los fines de semana Volver al futuro, entonces iba solo. Ahora no me animaría a que mis hijas anden solas por la ciudad…
–En Vermont eso no es un problema.
–El otro día la noticia en los diarios de allá fue que un perro se había comido dos gallinas. De verdad. Y estaba la comunidad compungida: “¡Este lugar es una locura! ¡Tenemos que mudarnos!”.
–Tienen pensado quedarse, entonces.
–Es un lugar que me encanta y la vida se va armando alrededor de donde estás. El Covid estiró todo. Las chicas hicieron amigos y me gusta que tengan esta otra versión de la infancia, tan diferente de la mía. Yo tuve cero relación con la naturaleza. Si ves los árboles de Macanudo 1, parecen dibujados en el jardín de infantes. Ahora están bien cuidados, repletos de detalles.
–¿Agarrás el hacha cada tanto en Vermont?
–Una vez intenté, pero di una imagen triste. Pin… pin… pin. Estaba con un amigo de allá que agarraba el hacha y PUM, PUM. Partía los troncos como si nada. Ok, vuelvo a los dibujitos y le pago a alguien por la madera.
–Volviendo a Buenos Aires y a eso de no ser el centro de las fiestas: en tu casa organizaban muchas comidas sociales, era punto de encuentro de gente del arte, de la cultura. Eso de ser anfitrión, ¿sí te sale más natural? ¿Es algo que te gusta?
–Esa es Angie. Ella es el motor social de la pareja. Mis viejos siempre me decían lo mismo. Yo no quería ir nunca a ningún lugar y ellos insistían: andá y después vas a ver que te divertís. Me arrastraban y a la vuelta les tenía que dar la razón. Ahora es igual: yo me quiero quedar, dibujar y estar con mis hijas. Pero Angie me insiste, y después me dice: ¿viste que te divertiste, nabo?
–¿En esos encuentros te empezaste a codear con gente que te interesaba mucho o eso viene de antes?
–Una vez les dije a mis hijas: el verdadero talento que yo considero que tengo en serio no es dibujar ni hacer un personaje, sino encontrar gente valiosa. Para mí, por ejemplo, lo de Kevin fue de mucha generosidad; no cualquiera comparte escenario con un dibujante. Porque ver a alguien dibujar es hipnótico: no podés de dejar de mirar, porque querés saber qué va a pasar. Mick Jagger baila así porque quiere que lo miren. O los movimientos de Björk. Todos los rockstars hacen alguna payasada en el escenario porque quieren que lo vean: soy yo el que está haciendo esta música. Kevin me decía: yo quiero que lo mío entre por los oídos.
–En el camino te fuiste encontrando con ídolos de tu adolescencia, desde Andrés Calamaro, que te pidió la tapa de La lengua popular, hasta dibujantes célebres.
–Ni puedo explicar el nivel de héroes que me crucé. Un héroe absoluto para mí es Art Spiegelman, desde mis 18 años, cuando mis viejos me trajeron Maus de un viaje que hicieron. Me afectó, me conmovió, lo terminaba y empezaba a leerlo de nuevo, buscaba otros libros como ese y no encontraba. Tenía El Eternauta y Maus, y me metía en historias viscerales. Después, la mujer de Art [Françoise Mouly] me convocó para el New Yorker y es también la editora de los libros infantiles que hago. A través de Françoise nos hicimos amigos y un par de veces me quedé en su casa, pero no dejo de ver en él a John Lennon.
–Si te quedás en su casa, imagino que en algún momento se rompe el mito.
–Hubo un momento. Yo estaba en la casa, me había quedado en el cuarto de su hijo, Dash, que no vive más con ellos. Art había ido al cine con unos amigos y volvió a la medianoche, Yo estaba en la cama leyendo y, como era mi última noche, me llamó: “Ey, Ricardo, vamos a brindar”. Entonces fui y nos pusimos a charlar y al rato miro para abajo y me veo en calzoncillos, con las patas peludas al aire, conversando como si nada. Le dije: “Ahora sí crucé la barrera. En calzones en tu casa, ya puedo decir que somos amigos”.
–¿Cómo fue que le pediste ahora a Matt Groening, que también es tu amigo, el prólogo del nuevo libro de Macanudo? [El creador de Los Simpson cuenta en su texto que quedó “totalmente absorbido” por las tiras de Liniers apenas las conoció. “Eran divertidas y fantasiosas y caprichosasy filosóficas en el mejor de los sentidos”]
–Ese encuentro es otra extrañeza que da cuenta de que estamos en The Matrix. Mi hermana me llamó un día, hace como 15 años, para decirme: mi amiga Agustina del colegio sale con el pibe que hizo Los Simpson y él te quiere conocer. Después, cada tanto nos mensajeamos, no somos amigos, pero fuimos a comer un par de veces y lo visité en Los Ángeles. Su oficina es rock and roll, bastante caótica. Me dejó solo ahí 20 minutos porque tenía que salir: “Si querés, dibujá”, me dijo. Quedé rodeado de su micromundo, había de todo. Era el momento de llevarme algo, un lapicito, un Emmy. “No, no, acordate de los valores que te inculcó tu padre”, reflexioné a tiempo.
–¿Reconocés esa timidez del dibujante en figuras como él?
–Sí, sí. Al mismo tiempo, es un momento difícil para estos genios, con toda la revisión del arte que hay ahora, donde todo tiene que ser impoluto. Hay una comediante muy buena, Hannah Gadsby, que se la agarró ahora con Picasso, básicamente porque Picasso era una porquería de novio que, si necesitaba inspirarse para pintar La dama que llora, la hacía llorar en serio. Una porquería de tipo, no quisiera un Picasso para mis hijas. Pero no por eso podés tirar a la basura su obra, o decir que no es importante. Esta comediante ahora hizo una muestra contra él, bastante criticada, porque no tiene densidad y encima cuelga pintura de Picasso para demostrarlo. Hay otro tema: nunca los genios van a ser normales. No me refiero al talentoso, sino al genio, que es un talento con turbo: está impulsado por una desesperación. Y muchas veces la raíz de esa desesperación es traumática. Creo que fue Paul McCartney el que dijo que la historia del rock es la historia de los padres ausentes. ¿Por qué alguien como Janis Joplin agarra un micrófono y empieza a gritar desesperadamente? “¡Mirame papá! ¡Dijiste toda mi vida que soy un desastre y acá estoy!”. Pasa con todos: Lennon, Picasso, Chaplin, Michael Jackson. Si querés que todo el arte de gente moralmente inaceptable desaparezca, ¿con qué nos quedamos? Llenamos el Louvre con Utilísima Satelital. Por eso, para mí separar al hombre del artista es facilísimo. Es como separar el arquitecto del edificio. Tal vez el que construyó estas oficinas era un nazi. O el chef de la comida: no va a estar menos rico el risotto si el cocinero es un acosador.
–¿La obra es intocable?
–Es que no entienden lógicamente qué es un artefacto cultural. Ahora están cambiando textos de los libros, para que no sean ofensivos o no sé qué. Hace poco, Spielberg dijo que lamenta haber sacado digitalmente unas armas de los policías que perseguían a ET, que le parecían entonces muy violentas para los niños. Está arrepentido. Claro, ¡dejá el revólver! Porque la película tiene doble función; por un lado, que lloremos con ET; por otro, es un artefacto que nos cuenta en qué sociedad vivían todos los que realizaron esa película. Si lo trastocás, esa segunda función se deforma. Si en Las aventuras de Huckleberry Finn está la palabra que a los norteamericanos los vuelve locos [nigger] y la reemplazás por n-word [como se hizo en ediciones actuales], diremos: “Oh, qué evolucionados eran en el sur en esa época”. Pero no tiene sentido. Si querés, poné un prólogo o una llamada abajo, pero el texto es sagrado.
–¿Sigue fuerte en los Estados Unidos esta discusión?
–Sí. Antes era la derecha la que te decía no leas a Harry Potter. Pero ahora es la izquierda, porque es TERF [Trans-Exclusionary Radical Feminista, en referencia a “las feministas que excluyen a las mujeres transexuales”]. Se la agarran con J. K. Rowling. Tienen todo el derecho del mundo a enojarse con ella si quieren, pero no me digas que no lea un libro. Si querés pedime que no lea Mein Kampf, pero el libro de un chiquito que hace magia, dejame de joder.
–¿Te molesta que ahora sea la izquierda?
–Me duele, porque es donde mi costadito progresista está siempre apoyado. Porque en la izquierda estábamos los que decíamos: más libros, más información, más libertad de expresión. Porque incluso el Mein Kampf o Leni Riefenstahl están inmediatamente anulados por el arte que sí está anclado en la humanidad. La obra de arte para que atraviese el tiempo tiene que tener adentro algo humano, real, verdadero. Aunque sea ficción hay algo siempre verdadero. Por algo seguimos leyendo Hamlet y el Quijote. Lo que no es verdadero, decanta, porque como especie necesitamos más humanidad.
–Y cuando no hay humanidad, aparece Han Solo.
–No es fácil la infancia. Los grandes siempre decimos que los gigantes no existen. Mentira. En un momento de tu vida existen de verdad, es cuando tenés 6, 7, 8 años. Convivís con ellos. Roald Dahl decía que a los chicos no les gustan los grandes porque, como miran desde abajo, todo el tiempo están viendo los agujeros de la nariz de la gente. En primer grado, los gigantes son tal vez los de tercero. Las maestras te decían: “Andá a disfrutar del recreo”. Y salías y era: “Dame el alfajor”. “No, señor, por favor”. El señor tenía 8 años… En mi infancia, yo creía que todos sabían lo que había que hacer en el mundo, menos yo. Sentía angustia, una ansiedad que te lleva a meterte para adentro. Pero por suerte andaba con Han Solo en el bolsillo.