Fuente: Clarín by Lorena Obiol – Florencia Wagner vive entre Tucumán y Buenos Aires. Trabajó con Clorindo Testa y Yuyo Noé. Sus cuadros se venden en Argentina y Europa.
Desde bien pequeña Florencia Wagner sabía que quería ser arquitecta. También, que amaba el arte. Quizá sea la innegable influencia de las mujeres de su familia: su tía es arquitecta y su madre, licenciada en Arte.
Cuenta que a los siete u ocho años se refugiaba en las hojas de las enciclopedias. Por esa misma época, dibujó el plano de su casa con las mejoras que quería incorporar. Siempre convivieron en ella el arte y la arquitectura, hasta hoy.
En la escuela secundaria, en su Tucumán natal, tuvo que hacer una presentación que la sumergió de lleno en la investigación del color. “Como era un bachillerato internacional en el que se podían seleccionar materias, elegí arte e idioma. Estudié todas las vanguardias de los pintores de principios de siglo», detalla.
Amor a primera vista
«Y ahí, con 14 o 15 años, me enamoré. Mis amigas ponían posters de Luis Miguel en sus habitaciones. Yo, de Van Gogh”, dice con mucha seriedad la arquitecta que, para entonces, ya había leído las Cartas a Theo e iba abonando un suelo de tierra fértil que años más tarde daría hermosos frutos.
Ya en la universidad, sus entregas se completaban con dibujos en acuarela. Mientras tanto, se animaba a hacer sus primeras exposiciones en espacios públicos de la ciudad.
Una vez recibida, viajó a Suiza a hacer una experiencia en un estudio, pero también a mostrar su arte. Creía que iba a exponer sus acuarelas y terminó agregando óleos y acrílicos.
Fue un gran debut porque vendió casi todo. Eso la alentó a seguir por el camino de la pintura, a la que un tiempo (y solo por un tiempo) le agregó la fotografía. “Cuando volví, me dediqué a pintar como prioridad. Claro que si salía alguna obra chica o alguna reforma la tomaba”. Pero más que nada, Florencia pintaba. Obsesivamente. Compulsivamente.
Comenzó a participar en los concursos de su provincia. Estudió cinco años con Gerardo Ramos Gucemas, un pintor de Badajoz que se instaló en Tucumán escapando de la dictadura española. “Quería aprender a pintar realismo. Iba dos veces por semana, insistentemente, mientras tenías mis encargos como arquitecta”.
El caos de la ciudad
Un día, Florencia se aburrió. No de la pintura. No de la arquitectura. Se aburrió de vivir en Tucumán. Así llegó a Buenos Aires y fue directo a pedir trabajo en el estudio de Clorindo Testa. “Lo admiraba desde siempre, como arquitecto y como artista. Quería aprender, así que se me ocurrió simplemente presentar una carpeta”. La serie Laberintos expresa el caos que sintió los primeros años que vivió en Buenos Aires.
Pero recién tres años después la llamaron para sumarse al estudio, gracias a un proyecto que iban a hacer en Tucumán. Alquiló un departamento amoblado y se instaló en el barrio de Congreso.
“No tenía a nadie en Buenos Aires, ni familia ni amigos. Empecé realmente de cero en todo sentido. Estuve de 2008 a 2011 en el estudio de Clorindo, fue una experiencia maravillosa. Me enseñó muchísimo su manera particular de ver el espacio y el clima que había, que era más de un taller que de una oficina”, rememora.
El psicoanálisis también dejó huella en su obra. “Tuve una época muy densa, de pintura impresionista, que coincidió con la etapa en que hice diván y que parecía que vomitaba las imágenes”. Los dos fue pintada en 2006 bajo la influencia del trabajo de Wagner con el psicoanálisis.
Volvió a Suiza para hacer otra muestra y también llevó su obra a España. Expuso en el consulado argentino en Palma de Mallorca, en 2015. “Me presenté en algunos salones y en uno de ellos gané el primer premio”, recuerda. Hoy su obra se vende en Argentina y también en Europa.
Luis Felipe Noé
Otro gran maestro fue Yuyo Noé, a quien Wagner llamaba Luis Felipe con muchísimo respeto. Eso fue en el principio, cuando tomó un seminario con él. “Fue el último que dio, era más bien una clínica en la que le mostrábamos nuestras obras y él las analizaba y nos daba una devolución”.
Hoy, puede darse el lujo de llamarse amiga y colega. “En 2017 trabajé en su megamuestra en el Museo Nacional de Bellas Artes. Aprendí sobre la dinámica de los artistas”, agrega.
También en ese año, que coincidió con la mudanza a un departamento en San Telmo, participó en una edición de La Línea Piensa, el ciclo organizado por Noé y Eduardo Stupía en el Centro Cultural Borges.
“Florencia Wagner es una gran artista, porque sabe magníficamente ser el eco del caos enunciándose, ese que le pertenece, ese que la rodea, ese que todos nosotros constituimos”, escribió Yuyo. La serie Laberintos, que presentó entonces en el marco de la muestra Circunstancias, mostraba el impacto de la ciudad en dibujos s en blanco y negro.
Wagner trabaja por series. O por ciclos que va cerrando para abrirse a algo nuevo. En pandemia trabajó el tema de las redes, que mostró en Obertura junto con Andrea Allen y Andrea Lamas en la UCA en 2022 y en abril de este año en la galería Rubbers. El curador no fue otro que Noé.
Desde 2016, Wagner logró encontrar en el interiorismo la fusión entre arte y arquitectura. Cuenta que en Tucumán existe una normativa que obliga a los proyectos inmobiliarios a incluir obras de arte para lograr el final de obra.
“El encargo me llega por un objeto, una escultura o pintura, y después se completa con los interiores”, explica. Y concluye: “no puedo dividir la pintura y la arquitectura. Son mi vida y, mientras voy viviendo, voy contando distintas cosas”. Proyecto para una casa en Tucumán.