Fuente: La Nación ~ Aunque las tecnologías son importantes, más que los rayos láser, los sensores y los circuitos cerrados lo fundamental son las personas; el Bellas Artes, por ejemplo, destina el 34% de su presupuesto a proteger su invaluable acervo.
Historias de robos, vidrios blindados, bomberos, fantasmas, confusiones y cámaras ocultas se guardan en los museos, junto con los tesoros que custodian. La seguridad es un tema clave en estos espacios creados para el resguardo de bienes culturales. Se lleva una gran porción del presupuesto y se actualiza constantemente. Pero más que tecnologías de rayos láser lo fundamental en esto son las personas, no importa cómo los llamen: seguridad, vigilante, guardia, orientador o educador.
En el Louvre se instaló en 2019 un nuevo vidrio protector para la Mona Lisa de Leonardo da Vinci, más transparente y a prueba de balas. La obra está así resguardada desde inicios de 1950, cuando un visitante la dañó al echarle ácido encima. ¿Cuál es y cómo se cuida la Gioconda de la Argentina? En el Malba, hay dos. La obra Abaporú, de Tarsila do Amaral – hoy podría superar los 40 millones de dólares, es un emblema de la cultura de Brasil–, y muy cerca le sigue el Autorretrato con chango y loro, de Frida Kahlo. Las dos obras se protegen bajo vidrios especiales y tienen sus propios sensores de temperatura y humedad.
Nuestras Giocondas
¿Qué se vería si se pasara una noche en el Museo Nacional de Bellas Artes? Nada parecido a la película de aquel título porque hay una guardia de 20 personas que vigila las salas aun cuando no hay visitantes. Cuentan historias de fantasmas, como en todo museo de bien, e incluso varios vigiladores se negaron a pasar la madrugada al lado de El Carnicero, una obra cruenta pintada por Cesáreo Bernaldo de Quirós, pero no hay que esperar más que eso. “Para un museo con una colección la seguridad es importantísima, y se refina con estándares internacionales de la mano con la creciente importancia de los museos. El salto en estos tiempos fue enorme”, cuenta Andrés Duprat, director del museo.
En la Navidad de 1980 el Bellas Artes tuvo un robo cinematográfico: cuatro ladrones entraron por los techos y se llevaron dieciséis pinturas impresionistas de Matisse, Gauguin, Degas, Rodin, Renoir y Cézanne entre otros. “Entonces no funcionaban alarmas y sólo había dos serenos. La seguridad evolucionó muchísimo. Ahora hay una empresa contratada por licitación con una dotación de 42 personas, que cubre dos turnos, de 8 a 20, y de 20 a 8. Yo he ido a la noche y están los guardias parados en las salas en penumbras -cuenta el director-. Además, hay un bombero dependiente de la Policía Federal las 24 horas, todos los días el año, en el subsuelo”. Claro que no es siempre el mismo.
El personal debe ser discreto, no interferir, y su sola presencia es disuasiva. “Deben mantener una distancia para que el visitante tenga calma para ver las obras y a la vez mantener su visibilidad, que es persuasiva. Está comprobado que lo más eficaz en seguridad son las personas, porque son las únicas capaces de anticiparse al daño o la situación de peligro. La cámara sólo registra. La gente es irremplazable”, explica Duprat. Por eso, la seguridad se lleva el 34% del presupuesto del museo más importante de nuestro país. Incluye alarma, circuito cerrado adentro y afuera del edificio y dos garitas donde controlan permanentemente el perímetro del edificio.
“El patrimonio tiene un valor incalculable. Una vez Christie’s hizo una valuación y la colección ronda los 2500 millones de dólares”, dice Duprat. Hay joyas de las grandes firmas de la historia del arte, como Rembrandt, Van Gogh, Gauguin, Chagall. “Las Giocondas del museo son La vuelta del malón [óleo del pintor argentino Ángel Della Valle] y Sin pan y sin trabajo [de Ernesto de la Cárcova, 1894]. Tienen una importancia tan grande para el arte argentino que no se puede calcular un valor de mercado”, asegura el director del MNBA.
Cuando las obras salen del museo deben asegurarse “de clavo a clavo”, desde que se descuelgan, contra todo riesgo, hasta su regreso. Se trasladan en cajones estancos con condiciones óptimas de temperatura y humedad, especialmente controlados. “Cuando vino un Da Vinci para la muestra Obras maestras del Renacimiento al Romanticismo, con piezas procedentes de la Galería Nacional de Hungría, tuvimos que contratar una escolta armada con ametralladoras desde el Aeropuerto de Ezeiza hasta la puerta del museo”, recuerda Duprat.
¿Quién vigila al sable corvo de San Martín?
Hay una pieza del patrimonio nacional que tiene doble vigilancia y duerme en una caja de cristal blindado. En el Museo Histórico Nacional, las miradas están puestas en el sable corvo de San Martín. “Además de la seguridad del museo, tiene una guardia de Granaderos. Es un objeto muy preciado por el fervor y la pasión patriótica que despierta en las personas. Hay objetos que encienden las ganas de tocarlos o mirarlos muy de cerca”, dice Marisa Baldasarre, directora nacional de museos.
Otro sistema es el de Fundación Proa. “Tenemos una gran inversión en seguridad electrónica a través de cámaras tanto en el interior como en el exterior. Esto implica un control desde una cabina. El gasto anual de seguridad está alrededor del 2,5% de los gastos totales. No incluye seguros, que dependen de las muestras”, cuenta Adriana Rosenberg, presidenta de la institución.
La vigilancia se mantuvo en la mayoría de los museos durante la pandemia cuando cerraron sus puertas por siete meses. En el Museo Mitre recordaban que la casa refugió a mucha gente cuando hace 150 años otra pandemia azotó la ciudad, la fiebre amarilla. Los cuidadores, con el centro desierto y la casa vacía, se sentían trasladados en el tiempo, viviendo una historia similar. “La seguridad fue considerada personal esencial –cuenta Baldasarre–. Son personas que conocen mucho a los museos y a sus públicos. Generan vínculos afectivos fuertes con los visitantes, con otros trabajadores y con los objetos que preservan. Se trata que sus actividades sean rotativas y que nadie esté todo el tiempo en la misma sala. En la pandemia fueron muy importantes, eran las personas que detectaban que cuando se cerró todo hubo invasión de roedores en las calles, canaletas con hojas, alguna pérdida de agua… Los museos son edificios patrimoniales, muchos de 150 años, tienen que estar atendidos constantemente. No son locales donde se pueda bajar la persiana”.
En el Museo de Arte Moderno se llaman guardias de sala y son 17, y la mayoría mujeres. Hay además cuatro coordinadores y un responsable de seguridad.
En las salas de Proa hay educadoras: “Controlan las obras y también están conectadas con seguridad por cualquier contratiempo. Están atentas a mantener distancia con las obras, y a cualquier situación especial”. Una de las muestras más difíciles resultó ser la de Ai Weiwei, no por lo costoso de sus instalaciones, sino por lo ínfimo de algunas piezas, que resultaban especialmente amigables para los amigos de lo ajeno: era imposible controlar que no faltara ni una de las quince toneladas de semillas de girasol de porcelana. “La gente es realmente muy educada, el porcentaje de personas que transgreden las normas es ínfimo. No hemos tenido intentos de robo importantes, más que afiches o material didáctico retirados en cantidad sin leerlo. Ahora con la pandemia no hay más folletería y está todo digitalizado, y todos esos pequeños acontecimientos no suceden”, comenta Rosenberg.
En el Malba también hubo confusiones propias de la naturaleza alimenticia de algunas obras de arte contemporáneo. La inauguración de la muestra de Víctor Grippo, en 2004, tentó a un joven que quiso llevarse de suvenir una papa acrílica que integraba la obra Analogía IV. Así lo recuerda Juan Valenzuela, que desde 2001 trabaja en el Museo de Arte Latinoamericano como orientador de sala (como se llaman ahí): “Había mucha gente porque era la inauguración de la muestra. En ese momento las papas de Grippo no estaban pegadas al plato. Vi a un joven levantar una papa y le dije que la dejara en su lugar. Al rato, la papa no estaba y el muchacho tampoco. Una compañera que había visto la situación lo siguió. El hall estaba lleno de gente. Bajé lo más rápido que pude, y vi al joven salir del edificio. Le grité al de seguridad de la puerta, y salió, lo corrió y lo inmovilizó con una llave de yudo. En la mochila estaba la papa. El hombre de seguridad me contó después que había estado en el Ejército y era veterano de Malvinas. Cada muestra representa un desafío diferente”.
Con cámaras de seguridad trabajó el artista Juan Tessi en la muestra Cameo, también en el Malba. Sus pinturas estaban montadas en áreas restringidas y el público podía verlas a través de un monitor con el tradicional mosaico de imágenes de vigilancia. Un reality show al que el personal está acostumbrado. “La seguridad en el museo fue el disparador de toda la muestra y el sistema de cámaras fue el andamiaje. Tuve muchas charlas con el intendente del museo, que habilitaba o no ciertas cámaras, y la puja fue más fuerte cuando quise instalar obra en el depósito. La muestra coincidió con la llegada de los Obama en Argentina. La visita de Michelle al museo potenció el asunto de la seguridad porque se superpuso con la protección presidencial. El sistema de cámaras del museo se cortó cuando entró la primera dama”, cuenta Tessi. Su obra tenía una reflexión era sobre la vigilancia, pero lo que encontró fue otra cosa: “Por más antipática que pueda resultar la cuestión del uniforme, la vigilancia y el control, lo que vi en mi experiencia fue un trato muy amoroso de su parte con la obra. Empezaban de alguna manera a ser parte de la obra”.
Las cámaras de seguridad son testigos también de lo que ocurre por la noche. En el Franklin Rawson de San Juan fue viral un video donde una silla de ruedas se movía sola, en 2015. Virginia Agote, directora entonces, desestima la leyenda: “Los policías se divirtieron un rato esa noche moviendo la silla y quedó registrado en una cámara de seguridad”. En esa provincia se han organizado pernoctadas infantiles en el Museo de Ciencias y en la Casa Natal de Sarmiento, pero no en el Rawson: no pareciera que la silla embrujada fuera el motivo.