Fuente: Clarín by Viva – Un equipo se encarga de conservar obras que tienen siglos de existencia. Viva muestra el trabajo de cuidado que no se ve, el que está detrás de toda exposición de cuadros y esculturas.
Usted está mirando el cuadro. Es colosal, de tan alto y ancho que es. Usted lo nota y se convence de que no llegaría a la punta si quisiera.
Ni siquiera, a la altura donde los tres ángeles leen un libro en una especie de misa privada para la madre y el niño en brazos. Usted mira a la madre sufriente y los muslos turgentes y gigantes (a tal escala) del niño.
Y después toda la escena: la cruz, el hombre desnudo clavado en flechas, los hombres con barba. Finalmente, se aleja para tomar perspectiva y admira: no lo puede creer.
Se deslumbra, como seguramente le pasó a Mercedes de las Carreras cuando le dijeron que ése iba a ser uno de sus primeros trabajos en el Museo Nacional de Bellas Artes: restaurar la Santa Conversación, que el artista Niccolò Pissano creó entre 1525 y 1530 en Pisa, Italia.
Mercedes de las Carreras es jefa del Área de Gestión de Colecciones del Museo Nacional de Bellas Artes, el más visitado de Buenos Aires, y el único en la región con ambición universalista: no sólo tiene obras de distintas etapas históricas de Argentina, sino de Europa, Latinoamérica y de Asía.
Es lunes, el único día que el museo cierra, y De las Carreras se ocupa de las obras a las que no accede el gran público, o sea, las 1.800 almas que lo visitan en promedio a diario. Mercedes de las Carreras, jefa del Área de Gestión de Colecciones del Museo Nacional de Bellas Artes. Fotos: Guillermo Rodríguez Adami y Verónica Gesualdi/Télam.
Por un ascensor de perfil bajo se llega al taller donde trabaja. Desde 2008, cuando ganó el concurso por la jefatura, lidera un equipo compuesto por diez profesionales de procedencia variada, siempre relacionada con el arte y el oficio de restaurar.
En el taller extenso hay equipos para hacer radiografías y una cápsula donde las arrugas del papel se estiran por efecto del vapor.
Con ellos, el Área de Gestión de Colecciones se ocupa del cuidado del patrimonio artístico del museo, en total 13.282 obras, de las cuales solo 1.511 piezas (un 11%) se exponen, una práctica que es común en otros museos del mundo.
El resto descansa en las reservas, que son accesibles únicamente para el personal habilitado y, en breve, para el equipo de Viva.
Pero, antes de todo eso, De las Carreras explica que a las obras del Museo Nacional de Bellas Artes, además de restaurarlas y hacerles seguimiento, se las investiga. Lo que se investiga de una obra es la materia, especifica. El Museo Nacional de Bellas Artes es el más visitado de Buenos Aires. Fotos: Guillermo Rodríguez Adami y Verónica Gesualdi/Télam.
Se hacen estudios de los materiales que componen la obra y de cómo es la técnica original del artista: estudios de pigmentos -básicamente, piedras-, análisis del médium…
¿Qué es el médium? De las Carreras lo aclara: es lo que aglutina el pigmento, un polvo y un concepto difícil de entender para los que podemos ir a una librería y comprar un pomo de acrílico azul, naranja o verde.
Cada obra es un sistema a comprender. Tomar radiografías, must ras de pintura y observar en un microscopio, hacer diagnósticos, hipótesis de cómo va a reaccionar ese cuerpo oleaginoso: eso es todo lo que hacen los que además visten batas blancas y guantes para operar sobre el patrimonio.
Las tres pautas que dirigen el oficio son la reversibilidad, la estabilidad de los materiales testeados con protocolos internacionales y, también, el estricto cumplimiento de la tercera regla de oro: hacer la mínima intervención posible.
Ojo con los desastres
¿Se puede arruinar por error un Picasso? Se puede, afirma De las Carreras, pero es muy difícil porque los estudios previos son largos y consensuados.
Asegura que ni a ella ni a su equipo jamás le pasó. Es un equilibrio a dominar, por eso quizás ella intenta no pensarlo mucho a fin de no paralizarse. Pero trabajar sobre un Picasso siempre es, sin duda, una emoción.
Viene al caso que este último tiempo lo haya destinado a ir a buscar, en las distintas reservas del museo, los Picasso que son de su patrimonio, para ver en qué estado se encontraban y montar una muestra (Picasso en el patrimonio del museo) por los cincuenta años del fallecimiento del artista español.
Son 30 piezas que pudieron verse gratis hasta la semana pasada, y que por suerte, entre dibujos y platos de cerámica pisoteados por toros y toreros, conservan su buena forma y no les dieron al equipo demasiado trabajo.
De las Carreras recuerda -años y experiencias después- que no fue así cuando le tocó restaurar a Pisano. La Santa Conversación, pintada sobre tabla de madera, fue un desafío aparte, ya que la materia arbórea tiene sus particularidades: en esencia, bichos que la corroen y debilitan para siempre.
Consolidar la madera, estudiar el movimiento de los paneles, analizar, operar y, finalmente, contenerla en un marco fue la manera de salvarla, según la experta y su equipo, para que la madre y el bebé rechoncho puedan mirar desde las alturas sin que nadie sospeche nada de lo que ha ocurrido del otro lado, en la cara oculta del Museo Nacional de Bellas Artes, hacia donde ahora apuramos el paso.
El “freezer” del arte
Bajamos unas escaleras en pasillos blancos donde hay máquinas y una puerta que en nada se parece a una bóveda, que De las Carreras abre sin rituales especiales, sin secretos develados por ladrones de películas. Entramos a una pieza donde los cuadros se conservan en bastidores, anaqueles y cajas.
La especialista baja una caja de muchas obras, en la que podrían caber un par de botas de caña alta, y despliega algunos dibujos de la colección Bayley del siglo XVII y XVIII.
Más allá se encuentra la caja de Francisco Goya, más acá las camas en serie de un cuadro de León Ferrari. Ahí están, con su valor incalculable en este sótano intrascendente.
¿Por qué? La respuesta es simple y valiosa: no importa que sea un Goya, un Picasso o un Rembrandt; de todos modos, la obra se guarda en el lugar que reúne las mejores condiciones para su conservación.
Esas condiciones, nos cuenta De las Carreras, tienen que ver con los elementos. Si para el escritor argentino César Aira un carrito de supermercado puede ser, en uno de sus cuentos, “el mal”, para Mercedes de las Carreras la maldad es la humedad.
La temperatura tiene que sostenerse entre los 21 y los 24 grados. Un sistema complejo controla la humedad de los cimientos edilicios evitando que el agua suba por las complicadas lógicas de la física.
También existe un sistema de filtrado de aire que elimina bacterias con luz ultravioleta. Así de equipado está el sótano aparentemente trivial. Así, y con varios ojos mecánicos que vigilan desde los rincones.
Los museos se mueven
Ya no es algo común que las reservas estén en el propio museo. “Antes se tenía la idea de que el museo era un edificio, ese era el concepto. Hoy no sé. Las reservas del Louvre están a dos horas y media del Louvre”, dice Andrés Duprat, director del museo desde que concursó por el cargo en 2015.
La idea de un lugar inamovible se rompió, aclara: menciona clones del Museo del Louvre en Abu Dabi o del Pompidou en Málaga.
“Hoy, la reserva de un museo debería ser una cosa más parecida a la NASA”, piensa, “un área súper tecnológica, incluso con grandes sectores accesibles al público”.
Parecería ser esta la tendencia creciente a escala mundial. Pero falta mucho para que algo así suceda en el Bellas Artes, que entonces optimiza sus espacios, los que antes pertenecían a la antigua Casa de Bombas de Recoleta, encargada de distribuir el agua en la ciudad, y remodelada por el arquitecto Alejandro Bustillo para que en 1933 el museo tuviera su sede definitiva.
Antes se tenía la idea de que el museo era un edificio, ese era el concepto. Hoy no sé. Las reservas del Louvre están a dos horas y media del Louvre.Andrés Duprat, director del Museo Nacional de Bellas Artes.
Para ir a la segunda reserva volvemos a la superficie, pasamos a una de las salas de exposición donde una pared se abre dejando un agujero gigante por el que nos colamos hacia una estancia que contiene obras de gran formato, cuadros colosales que solo pueden restaurarse en el lugar. A la derecha, un busto gigante espera ser convocado de nuevo en sala.
La reserva madre
Hay una reserva más que podríamos visitar, la llamada “reserva madre”, la que tiene la mayor cantidad de obras. Sería algo excepcional, se nos dice.
El camino es más largo, de nuevo escaleras que descienden nos llevan al subsuelo donde ingresamos a una pieza parecida a la primera, pero de dimensiones mucho más grandes. Cientos de cuadros cuelgan de sus organizadores metálicos. Me asomo para ver el fondo, pero la luz hasta allá no llega.
De las Carreras nos muestra cerámicas de arte precolombino guardadas en un cajón. Se ve demasiado común para contener algo tan delicado, pero me dicen que, como con casi todo en las reservas, el cajón conserva las piezas en un gel especial y que el mueble fue diseñado especialmente para guardarlas. Me retiro vencida y engañada por todas las apariencias.
El edificio futuro
Andrés Duprat es el último director de una cadena que comienza con Eduardo Schiaffino, creador del Museo Nacional de Bellas Artes en 1896, un hombre que creyó en la autonomía del arte argentino y se preocupó por encontrar el mejor lugar para conservarlo.
Actualmente está abierto un concurso para elegir nuevo director, pues el contrato del actual se venció en diciembre de 2020.
Desde su escritorio, Duprat ve asomar por sobre las copas de los árboles las columnas griegas de la Facultad de Derecho de la UBA.
Con esa perspectiva, sobre todo en este último tiempo, se le revuelven las fantasías que solía tener cuando ejercía de arquitecto y que hoy se materializan en una obra futura de ampliación del edificio, diseñada en conjunto entre el Museo y el Ministerio de Obras Públicas.
Si una obra puede ser inteligente es la que señala Duprat en su computadora llena de planos en 2D. Es un proyecto pequeño, pero significativo: busca fortalecer el vínculo entre el pabellón de 1960 (la estructura con propuestas gastronómicas detrás del museo) y el edificio que modificó Bustillo, hoy conectados por un puente.
En la nueva visión, desde Libertador se verá la facultad, el espacio de las muestras temporales se duplicará y se corregiría uno de los problemas de este museo, asegura el director (que además de arquitecto y curador es guionista premiado): el de la circulación vertical.
Esto facilitaría también el acceso a otros servicios que orbitan hoy el museo y dan provecho a los visitantes, como restaurantes, bar y dos tiendas de regalos.
Es una obra totalmente necesaria, no un lujo, asegura Duprat.
Se lo ve accesible y risueño. Bromea con su equipo mientras intenta develar la incógnita que le planteo: el misterioso paradero del bombero único que está de guardia siempre, todos los días.
Parece que hay un lugar acondicionado en algún bajofondo de ubicación esquiva, donde vive. Duprat cree haberlo visto una o dos veces desde que está al mando del barco.
Él no es un director-estrella, asegura, el museo no es su reflejo, como sí lo son muchas veces sus guiones (El ciudadano ilustre, El hombre de al lado, Competencia Oficial).
Viene todos los días en subte, contento. “No son lugares para trabajar a media máquina”, aclara, por lo que la institución le demanda y por lo que significa la responsabilidad de un rol estatal.
Si algunos creen que ser el director de un museo de esta envergadura es solo pensar en las muestras que uno querría hacer, se equivoca.
Duprat, aparte de llevar adelante un calendario de exposiciones, coordina a 125 empleados, más los guardias que vigilan el museo día y noche, más el personal de limpieza.
Todos somos vigilantes
El Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires juega en las ligas mayores: cumple con los estándares internacionales requeridos para recibir una muestra de, por ejemplo, un artista como J. M. W. Turner, cuyas acuarelas efectivamente se exhibieron en Buenos Aires entre 2018 y 2019.
Esos estándares se refieren sobre todo a la calidad de las instalaciones y a la seguridad que provee el museo. Hay 48 vigiladores todos los días.
“La seguridad más segura de los museos es la gente”, dice Duprat; hay cámaras y alarmas obvio, pero solo registran el daño, no lo evitan, aclara.
Eso lo evita una persona parada en una sala controlando que se respete la distancia con las obras o que la gente se ponga las mochilas por delante para evitar, por ejemplo, que un giro brusco haga caer y rompa una escultura.
“¡Cuidado!”, “¡Atención!”, “¡Aléjese!”, son las indicaciones constantes que los guardias se la pasan dando. En ese sentido, dice Duprat, defiende la corporalidad por sobre la tecnología. El tema es que es un recurso caro.
Hoy, en el museo hay un guardia por sala (40 personas por turno, aproxima el actual director). Y a la noche, son 12 los que recorren esos espacios aunque no haya gente, ya que es parte de los estándares internacionales de cuidado que se le exige a un museo para exponer obras de la jerarquía de un Turner o un Picasso.
Charlie, el guardia
La seguridad está tercerizada; los guardias no son empleados públicos. Las empresas tienen que presentar un proyecto, están por cinco años y después se hace una nueva licitación.
Duprat cree que este podría ser quizás el mayor gasto del museo, incluso más que lo que se gasta en las muestras. Y es que es imposible calcular el valor total de la colección del Bellas Artes.
Con el cambio de empresas, el personal puede variar, aunque los mejores se quedan. Pueden conservar su trabajo por años y entonces algunos se vuelven especialistas en el arte de cuidar el arte, se encariñan con sus salas, aprenden de lo que escuchan, como le pasa a Carlos Sueldo (62) -Charlie para todo el mundo-, uno de los guardias más antiguos. Carlos Sueldo, uno de los guardias del Museo Nacional de Bellas Artes. Foto: Guillermo Rodríguez Adami y Verónica Gesualdi/Télam.
Cuenta que cuando entró a trabajar en el museo, lo sintió como “un amor correspondido”. Casi siempre está en la misma sala (de Arte Europeo del siglo XVIII), pero no se aburre. Es un trabajo que hace con mucha pasión, “te tiene que gustar estar acá”, como a él, que también le gusta el arte y siempre estuvo vinculado, por ejemplo, al mundo del teatro.
De la sala que casi siempre vigila (que se encuentra pegada a donde está Le baiser, una de las esculturas que Auguste Rodin regaló a Schiaffino, su amigo) le gusta una “veduta”.
Así se denomina a un estilo de pintar, surgido en Italia en el siglo XVIII, que retrata paisajes con mucho detalle. Su “veduta” preferida es una postal del canal de Venecia, de Francesco Guardi.
Enseguida habla de los cambios que trajo la Revolución Francesa y el ascenso de la burguesía. A no todos les pasa así, pero a él hay algo de todo lo que ve y escucha desde hace tantos años que lo sigue conmoviendo. Entonces, curioso, pregunta, aprende.
Su turno va desde las ocho y media de la mañana hasta las ocho y media de la noche. Una sola vez le tocó hacer guardia nocturna y, aunque en el museo algunos guardias cuentan historias de fantasmas, no tuvo miedo.
De todos los años que hace que está, nunca vio nada. Son los vigiladores de paso los que las cuentan, aclara. “Hay historias en todas las salas”, cuenta Charlie. “Dicen que en la Colección Guerrico aparece, no sé, una mujer de blanco. Pero yo nunca la vi. Son historias de vigiladores; creo que en todos los museos pasan.”
Para él es un honor trabajar acá, le gusta hablar con la gente y que le pregunten cosas. Lo que más le suelen preguntar es “dónde está el Van Gogh” (Le Moulin de la Galette).
A veces le preguntan por una obra que no está en este museo y pone de ejemplo la de Tarsila do Amaral, que se encuentra en el Malba. Otras, le preguntan dónde está el baño.
Hay historias de fantasmas en todas las salas. Dicen que en la Colección Guerrico aparece una mujer de blanco. Pero yo nunca la vi. Son historias de vigiladores; creo que en todos los museos pasa.Carlos Sueldo, guardia en el Museo Nacional de Bellas Artes.
“Yo me siento del museo”, dice Carlos Sueldo, a pesar de haber pasado por otras empresas y otros uniformes. Y aunque no siempre sucede así con todos, y las empresas van cambiando, Charlie se queda.
Es muy querido, conoce cada sala y todos aquí confían en él. Es “un morocho del Abasto”, como se define orgulloso. Otra prueba de que no son cunas de oro las que custodian el tesoro.