Fuente: Ámbito ~ En su reciente muestra en el Palacio Duhau, el artista busca la exaltación de lo bello, concepto que hoy tiene mala prensa.
“Impulsa mi trabajo una vital lucha contra el vacío. En una sociedad que parece volcada contra sí misma, el arte es una esperanza de existencia. Trato de plasmar esa verdad en miradas que buscan un destino, en ojos que se cierran para reencontrar en el alma la conciencia”. Así se expresa Gabriel Perrone, (Buenos Aires, 1961) en el excelente libro catálogo de su actual exposición compuesta de dibujos, sepia y tintas sobre lienzo y tabla entelada, y grafito y acrílico sobre chapa, entre otros medios.
Un dibujo clásico, rostros en los que se marcan las arrugas, las venas que cruzan la frente, pies surcados por venas en la clásica imagen del Cristo crucificado, manos rugosas, como si toda la huella digital formase parte de su encarnadura. Torsos en los que predomina el volumen, a la manera del dibujo preparatorio del escultor del Cinquecento, enaltecidos en los en los detalles, su formación académica es notoria, un intento por alcanzar un alto nivel de perfeccionismo que pareciera ir contra la corriente y en su veta de escritor señala “se rinde pleitesía a lo nuevo, como si algo, solo por nuevo sería superador, busco movilizar con mi obra, intento hacerlo desde una expresión clara, afectivamente legible, donde pueda entablar entendimiento con quien la observa”.
Y lo consigue porque hoy se añora ese dibujo que remite a la seguridad del trazo y a esa exaltación de lo bello, palabra que tiene mala prensa entre los teóricos del arte contemporáneo.
Ayer y hoy
Se queda Perrone solamente en la seguridad del trazo, en la imagen clásica o se atreve también a introducir situaciones inquietantes como rostros rodeados de libélulas, serpientes, caracoles, los cuernos del carnero bíblico, los senos generosos de frutos y vegetación…, nada que no esté en las imágenes de la historia del arte pero que pronto irrumpe en nuestro tiempo. Roza lo onírico, la angustia de la existencia a través de cabellos que se convierten en tramas y alambres de púa, una atmósfera entre el gozo y la pesadilla, una visión atemporal que convierte su dibujo en esencialmente humanístico. También el soporte, generalmente tela arrugada, contribuye a dar una sensación de sudario lo que le otorga un aura dramático.
Perrone hace una revisión del clasicismo lo que es también una constante, recurrir a esas imágenes como base para que el mundo actual tenga una más amplia comprensión del relato que atañe al hombre desde siempre: sus deseos, su constante angustia existencial, sus dudas, la vida y la muerte, el afán por alcanzar la felicidad.
Felicidad que Perrone alcanza con su hacer, que no obedece a ninguna moda, que se regodea con la destreza de un dibujo, de un universo que se piensa ya perimido pero que el espectador alerta descubre su permanente vigencia. En cierta forma, Perrone pone en acto la pregunta que el pensador francés, teórico relevante de la posmodernidad, Jean Baudrillard fallecido en 2007, se hacía acerca de que “si todavía había una ilusión estética, si en los confines de la hipervisibilidad, de la virtualidad, había todavía espacio para una imagen, para un enigma, para una potencia de ilusión”.
(Clausura el 11 de diciembre. Paseo de las Artes – Palacio Duhau. Av. Alvear 1661).