Frida y los celulares: pasión de multitudes

Fuente: Ámbito ~ Con la llegada al Malba de “Diego y yo”, la obra de la artista mexicana adquirida por Eduardo Costantini, el museo se volvió intransitable.

Con la llegada de la pintura de Frida Kahlo “Diego y yo”, las multitudes colmaron el Malba. En todos los museos del mundo sueñan con alcanzar este grado superlativo de convocatoria, y Andre Malraux fue el primero que analizó este fenómeno. En una Europa golpeada por las guerras, se cuestionó: “¿Cuántos siglos hace que una gran religión no sacude al mundo?”. La respuesta la encontró cuando era ministro de Cultura de Francia y le prestó el icono del arte, que es la Mona Lisa, al Museo Metropolitano de Nueva York. Allí, frente a la pintura de Leonardo, Malraux le aseguró a Jaqueline Kennedy: “Las grandes catedrales de América son los museos”. Es decir, el arte podría cumplir una función equivalente a la religión y movilizar sus devotos. El millón y medio de personas que visitó el Met para ver la Mona Lisa, iba en busca de la emoción estética que desde hace siglos depara la obra más famosa del mundo. Y ese mismo sentimiento persigue el público masivo que visita el Malba para encontrarse con Frida Kahlo. ¿Pero de qué arte estamos hablando?

Desde su fundación, el Malba exhibe “Autorretrato con chango y loro” también de Kahlo. Pero Frida permanece distante en esta obra si se coteja con “Diego y yo”, que permite entablar una estrecha intimidad y un contacto emotivo con los sentimientos y la dramática vida de la artista. La imagen de Diego Rivera, su marido, retratado en su frente, entre sus ojos, demuestra la fuerza de sus obsesiones. Según el crítico Olivier Debroise, Frida pintó “Diego y yo” en 1949 como un regalo de cumpleaños para su marido. Agrega que por este motivo elige “un marco de láminas y conchas incrustadas, una envoltura que lo significa como obsequio”. Es el último autorretrato de busto que pintó Frida antes de su muerte a causa de una bronconeumonía, en julio de 1954.

Eduardo Costantini, fundador del Malba, pagó por segunda vez el récord del arte de Latinoamérica por Frida Kahlo, 34,9 millones de dólares. Y no oculta la seducción que ejerce la pintura que estuvo oculta durante años. La curadora en jefe del Malba, Marita García, analiza el arte de Kahlo, ajeno al canon de los muralistas y de los pintores de su tiempo y rescata un dato crucial: “El oficio de su padre fotógrafo le permitió a Frida contar con un profuso archivo de imágenes de su infancia y adolescencia, hecho excepcional para la época. Antes de que la artista se volcara sobre sí en sus autorretratos, estas fotografías la muestran junto a sus hermanas y amistades…”. Es evidente, la visión de su propio rostro en numerosas fotografías volvió cercano el género autorretrato. Luego, la pequeña dimensión de las pinturas estuvo determinada por la permanencia prolongada en la cama después del accidente y numerosas cirugías. En la infancia tuvo poliomielitis y a los 18 años regresaba de la escuela en un autobús que chocó contra un tranvía y en ese accidente se quebró dos costillas, la pierna, el pie y el pasamanos la atravesó “como la espada a un toro” -diría ella- desde la columna que se fracturó en tres partes, hasta la vagina. Frida elaboraría “la puesta en escena del martirio”. En uno de los hospitales donde estuvo, se retrató en medio de una hemorragia, y unida con lazos a la pelvis fracturada que provocaba sus abortos y la sentenció a no tener hijos.

Se suele ver a Frida como el paradigma del exotismo latinoamericano. Si bien su pintura está emparentada con los pequeños retablos de la tradición mexicana, ella sorprendió a André Bretón, el mentor del surrealismo que, cuando llegó a México, la calificó como una “surrealista espontánea”. “El surrealismo europeo, afirmó Breton, alcanzó similares resultados, pero a través de un proceso racional”. Frida, segura de sus propios valores y el estilo sofisticado de los artistas e intelectuales mexicanos, desdeñó la catalogación. Los textos de sus obras se relacionan con los retablos mexicanos, pero también con la vanguardia, y cuando expuso en París, deslumbró a Miró, Picasso y Kandisky. En Nueva York, la revista Times destacó su fantasía desprejuiciada y sangrienta. Su obra es esencialmente excesiva, apasionada, inmensa.

El teórico James Oles estudió los atuendos de Kahlo, largas faldas, blusas bordadas, joyas prehispánicas y el pelo recogido al modo tradicional de Tehuantepec. Así observó que suelen atribuirse a la influencia de Diego Rivera (lo que él quería que ella usara), a su accidente (vestidos largos para ocultar su pierna) o incluso, a sus filiaciones políticas, “aunque sus atuendos ceremoniales y más bien lujosos poco tenían de proletarios”. “Los atuendos eran vistos como indígenas, pero eran en realidad el resultado de mezclas culturales y del mestizaje, tan importante para construir una identidad nacional mexicana en el periodo posrevolucionario”. Oles agrega: “Ella mezclaba elementos de diferentes lugares, incluyendo textiles que compraba en la Ciudad de México o en París con zapatos bordados de China, a su manera y no según las costumbres locales. Kahlo no fue la primera en el país en adoptar lo que se podría llamar “travestismo cultural” (el uso de ropa que pertenece a gente de otra cultura y clase social), en su caso por fines nacionalistas”.

Lo que se advierte en la muestra a través de los textos curatoriales es la genuina libertad de Kahlo para tratar en sus 176 pinturas y 82 dibujos, temas tabú como la infertilidad, el placer sexual y el complejo vínculo con su marido. “Su visión renovadora y amplia del amor y la sexualidad desafió las limitaciones de género e identidad femeninos poniendo en crisis las coordenadas de la heteronormatividad social”. Aunque se oponía a la religión católica, incorporó elementos de la iconografía cristiana y la espiritualidad atravesó su vida y su trabajo. La perspectiva de la muerte está vinculada a la concepción cíclica del tiempo y a la continuidad perpetua entre vida y muerte. “También pueblan su cosmovisión la cultura egipcia, el hinduismo, el budismo y las doctrinas ocultistas, de donde tomó la representación del tercer ojo (que aparece en Diego y yo). El dualismo aparece frecuentemente en su obra, al igual que las dialécticas universales como masculino y femenino, vida y muerte, sol y luna, cuerpo y mente”.

En su obra, ella se confunde con la naturaleza. La vegetación que la rodea tiene la misma sensualidad de su rostro, donde destaca el poblado entrecejo y el vello sobre su labio superior. Los animales que la rodean, loros y monos, son los hijos que nunca pudo tener. El nuevo montaje de la colección merece un nuevo capítulo. “El tercer ojo” se llama la muestra que inauguró el Malba con 110 obras de la colección que dialogan con otras 110 piezas clave de la colección privada de Eduardo Costantini.

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