Fuente: Copyright Clarín by Jason Farago ~ La pintura no detendrá los misiles. La música no acabará con el sufrimiento. Pero la cultura no es impotente, y una visita a Ucrania reafirmó lo que mejor puede hacer.
No hay que ir muy lejos de Kiev para ver cómo la masacre de civiles y el atropello de la cultura todavía se suceden entre sí. En Borodianka, núcleo de atrocidades rusas a unos 45 minutos al norte de aquí –el trayecto es más lento ahora que han demolido los puentes–, el Palacio de la Cultura ha sufrido la voladura de sus ventanas; la sala de conciertos está llena de polvo y las boleterías han sido destrozadas.
A mitad de camino entre la capital y la frontera bielorrusa, tuve que contorsionar mi cuerpo para pasar entre unos tacos retorcidos y entrar en el Museo Histórico y de Historia Local de Ivankiv, arrasado, con sus estatuas ahora picadas y sus bordados chamuscados. La situación es mucho peor más al este.
Aquí en Kiev, como muchos de sus ciudadanos antes, las obras maestras han pasado a la clandestinidad. El Museo Nacional de Arte Khanenko, ubicado en una vieja mansión de la calle Tereshchenkivska, posee un Rubens de tamaño menor: un pequeño boceto al óleo de un dios del río, que normalmente se encuentra en una pared azul bajo una claraboya estilo Beaux Arts. No pude verlo cuando llegué hasta allí; toda la colección está escondida. Obras de arte fueron embaladas para su protección.
En los primeros días de la guerra, cuando Kiev fue asediada desde todos los flancos y la mitad de la población de la ciudad huyó, muchos estadounidenses del mundo del arte querían saber qué podían hacer, además de lo que todos deberían hacer: apoyar a las organizaciones benéficas, apoyar a los refugiados.
Los museos y las orquestas pronunciaron las declaraciones necesarias de repulsión y lealtad. En la Metropolitan Opera de Nueva York se cantó el himno nacional ucraniano; una canción popular ucraniana fue la apertura del programa televisivo Saturday Night Live.
Ahora todos hemos internalizado las prerrogativas participativas de los medios sociales: hay que reaccionar; hay que comprometerse. Los algoritmos no favorecen la alegoría rubensiana.
Solidaridad cultural
Las autoridades ucranianas, hasta el actor convertido en comandante en jefe, no han tenido reparos en alentar al ámbito de la cultura internacional a apoyar el esfuerzo bélico. El presidente Volodymyr Zelensky se ha dirigido a las multitudes engalanadas de la Bienal de Venecia y el Festival de Cine de Cannes; también a los Grammys.
«En nuestra tierra estamos luchando contra Rusia, que trae un silencio horrible con sus bombas: el silencio muerto», les dijo el presidente, con su remera verde oliva, a Olivia Rodrigo, Jazmine Sullivan y al resto de las estrellas reunidas por el premio. «Llenad el silencio con vuestra música.» (Le siguió John Legend tintineando al piano para que los soldados «depongan las armas», mensaje quizá incómodo para los defensores de una invasión imperial). Un mural con la imagen del presidente ruso Vladimir Putin cuelga de la fachada de un edificio en Colonia, Alemania. El jefe de Estado ruso, de aspecto sombrío, con ropa de prisión, una banana en su cabeza y la inscripción en el pecho «Put-in-Prison (poner en la cárcel)», componen la obra de arte del artista alemán Thomas Baumgaertel. Foto EFE/ Sascha Steinbach
Los que estamos en partes ricas y seguras del mundo, ricas y seguras mientras las armas nucleares permanezcan enfundadas, seguramente sacamos algo de esta solidaridad cultural. Y durante una guerra tan inequívoca desde el punto de vista moral como ésta, claro, ¿por qué tu compañía local de flamenco no iba a decir «Slava Ukraini» (Gloria Ucrania) después del reconocimiento de su tierra? Pero eso es reducir esta guerra de época a una «cuestión de actualidad» más, que, al menos en Estados Unidos, ya ha sido eclipsada por nuevas tropelías domésticas.
Los crímenes contra los civiles ucranianos siguen produciéndose a diario. El número de muertos en el frente sigue siendo desgarradoramente alto. Si vamos a defender la cultura en tiempos de guerra, no puede ser simplemente como un medio más de difusión, no cuando micrófonos mucho más ruidosos que hablan idiomas más accesibles no logran hacernos dar vuelta la cabeza.
¿Por qué escuchar música, por qué contemplar obras de arte, por qué ir al teatro cuando la guerra hace estragos? Veinte años atrás, en estas páginas, cuando el derrumbe de la zona cero todavía ardía y la larga guerra de Afganistán acababa de empezar, la crítica Margo Jefferson dio una respuesta que siempre guardo conmigo.
La razón por la que se necesita el arte en tiempos de guerra, escribió Jefferson, es porque «la historia no puede existir sin la disciplina de la imaginación». A través del arte establecemos similitudes entre el pasado y el futuro, lo cercano y lo lejano, lo abstracto y lo concreto, que ponen en duda las certezas recibidas. Miramos y escuchamos de una manera que permite que el pensamiento y el sentimiento corran paralelos.
Y en tiempos extremos, este tipo de apreciación cultural puede elevarse de un plano analítico a un plano moral. Si prestamos atención –tarea que se hace más difícil con cada estallido de memes y cada emisión de iPhone–, el arte, la literatura y la música pueden dotarnos de mejores facultades para ver nuestro nuevo presente como algo más que una corriente de palabras e imágenes. Pueden «proporcionar formas de ver y ordenar el mundo», como escribió entonces Jefferson: «No sólo nuestro mundo, sino esos mundos de otros lugares que conocemos tan poco». Mural pintado por el artista Kawuart en Poznan, Polonia. Foto Reuters
Aquellas figuras culturales a las que rendimos culto y que vivieron la guerra, desde Sófocles a Woolf, desde Goya a Chaplin, desde Kikuji Kawada a Wole Soyinka, sabían mejor que nosotros que la claridad que puede proporcionar el arte no es la que se obtiene de una conferencia o de un informe noticioso.
Lo cual no es decir que la alta cultura te saque naturalmente de la barbarie; los dictadores pueden amar el ballet tanto como los demócratas. Tampoco quiere decir que representar la guerra sea una empresa imposible ni que los modos documentales o testimoniales tengan objetivos más limitados que la abstracción y la épica.
Artistas extranjeros y nacionales han representado aquí la guerra de forma directa desde el origen de los combates, hace en realidad ocho años: en la sátira viperina del director ucraniano Sergei Loznitsa Donbass, en la cruda novela de Serhiy Zhadan El orfanato o en la profunda serie bélica premiada de la fotógrafa polaca Wiktoria Wojciechowska, Sparks.
Se trata simplemente de decir que el mejor arte que representa la guerra importa por sí mismo, y que todo su valor reside en un ámbito que va más allá de la comunicación y la defensa. Implícitamente, ya lo sabemos.
Hay una razón por la que el Guernica de Picasso de 1937, que emplazó un universo de dolor en el bombardeo de un pueblo vasco, ha sido invocado en medio de los bombardeos de Faluya, de Alepo y ahora de Mariupol, mientras que «Aidez L’Espagne» (Ayudad a España) de Miró, un grito de auxilio más urgente realizado el mismo año, se ha convertido en mera pieza histórica. Un visitante mira la pintura «Guernica» de Pablo Picasso mientras el Museo Reina Sofía en Madrid, España, el sábado 6 de junio de 2020. Foto AP/ Manu Fernández
Hay una razón por la que volvemos al romanticismo de Casablanca cuando pensamos en los refugiados en tiempos de guerra y al thriller de La batalla de Argelia cuando consideramos la lucha anticolonial, por qué la jeroglífica «Blowin’ in the Wind» ha perdurado por sobre tantas otras canciones de protesta más explícitas.
En algún lugar de los intersticios entre la forma y el significado, entre la imagen y el argumento, entre el pensamiento y el sentimiento, el arte nos da una visión del sufrimiento humano y de la capacidad humana que los testimonios, o incluso nuestros propios ojos, no siempre son capaces de proporcionar.
Estas obras de guerra no son importantes porque sean «de gran actualidad», ni, por utilizar el latiguillo vacío de nuestros días, «necesarias». Son importantes porque reafirman el lugar de la forma y la imaginación en tiempos que niegan sus potencialidades. Narran la historia a escalas y profundidades que las notificaciones promovidas simplemente no pueden brindar y la propaganda no se molesta en hacerlo. Son lo que nos permite discernir, en la marea diaria de imágenes y locuras, cualquier significado.
Dejemos la embestida contemporánea y volvamos a Florencia, Italia: meca turística ahora, fortaleza militar en la época de Rubens. La guerra que pintó él no ha hecho más que empezar, pero Marte lleva una espada ya ensangrentada. Mientras carga hacia delante, vuelve la mirada a su amante, Venus, que intenta contenerlo desesperadamente. Pero ahora el amor no es nada. Marte está en las garras de otra mujer, la furibunda Alecto, con sus pelos de punta y sus ojos que sobresalen de locura. Trabajadores mueven una pieza en el Museo Nacional Andrey Sheptytsky como preparativos de seguridad en caso de un ataque en la ciudad de Lviv, en el oeste de Ucrania. Foto AP
Miremos más allá de las caras, miremos los cuerpos. Los grandes dioses se contorsionan y sacuden mientras caen de izquierda a derecha. Las figuras menores, inocentes, resbalan y se hacen añicos.
Cuando Rubens empezó a pintar Los horrores de la guerra hacia 1638, la Guerra de los Treinta Años recién llevaba 20 años. Nunca antes Europa había conocido una orgía de muerte como la que estaba viviendo Rubens; tampoco volvería a ocurrir hasta el siglo XX.
Si comparamos esta pintura con cuadros anteriores de Rubens sobre brutalidad mítica, como la anatómicamente cruda «Masacre de los inocentes» (circa 1610), veremos cómo el cuadro ulterior sangra y se encharca, corre y ondula.
En lugar de representar las batallas y la peste cara a cara, aquí es como si la propia pintura hubiese ido a la guerra. Rubens comprendió, en medio de una violencia sin precedentes, que los tiempos habían convertido los excesos del Barroco en un modo de realismo.
O, dicho de otro modo: comprendió que la extremidad de la Guerra de los Treinta Años requería una extremidad de la forma y que una alegoría podía mostrar algo que otras representaciones no. Subrayó este asunto con la última figura importante de «Los horrores de la guerra», la del extremo izquierdo. Es una mujer joven con un vestido negro desgarrado y sin ceñir. Tiene los brazos levantados hacia el cielo y gruesas lágrimas en las mejillas.
Esta mujer que se lamenta, como le escribió Rubens a un colega pintor en Florencia, es l’infelice Europa: «la desgraciada Europa quien, desde hace tantos años, ha sufrido saqueos, ultrajes y miseria, que son tan perjudiciales para todos que no necesitan mayor especificación».
Tan perjudiciales que no necesitan más especificaciones. Incluso a mediados del siglo XVII, las escenas de brutalidad eran ya tan potentes y persistentes que toda la Guerra de los Treinta Años podía llevarse en el enmarañado vestido de Europa, en su pelo desgreñado, en su rostro rosado y caliente. Si las imágenes de la guerra estaban tan ambientadas en la década de 1630, no sé ni cómo empezar a cuantificar la sobresaturación actual.
Sin embargo, las imágenes de saqueo y miseria de nuestra época tienen cada año menos impacto moral, como sin duda hemos aprendido durante la guerra civil siria, muy probablemente la más documentada de la historia de la humanidad (hasta ésta). Para la escritora polaca Olga Tokarczuk la guerra es un desafío para los artistas. Foto SASCHA SCHUERMANN / AFP
Las imágenes omnipresentes y los testimonios continuos de las atrocidades sirias durante 10 años enteros tuvieron un impacto cercano a cero. Yo pude sentirlo sobre el terreno el mes pasado, en medio de cámaras de mano e influencers propagandistas de esta guerra espantosa, sus transmisiones en directo de los ataques con misiles Kh-22, sus actualizaciones minuto a minuto en Telegram de los horrores del este, sus publicaciones en Instagram de una criatura de 4 años con síndrome de Down muerta por un misil ruso en un parque de la ciudad: atrocidades así en Ucrania ya se han convertido en otra cosa que dejar correr, al igual que dejamos correr Damasco y Alepo.
La guerra se ha convertido en el máximo reflejo de la adición digital que la novelista polaca Olga Tokarczuk ha identificado como principal desafío para los artistas y el público de hoy.
En la pantalla del teléfono, todo está en «alguna parte», según lamentó Tokarczuk en su conferencia del Nobel de 2019: «‘En alguna parte’ algunas personas se están ahogando al tratar de cruzar el mar. ‘En alguna parte’, durante ‘algún’ tiempo, ha habido ‘algún tipo de’ guerra. En el diluvio de información los mensajes individuales pierden su contorno, se disipan en nuestra memoria, se vuelven irreales y desaparecen».
¿Cómo puede cualquier fotografía de guerra obligarnos, cómo puede cualquier obra de arte de guerra preservar su importancia, mientras nada contra la corriente en un río indomable de contenidos? Los soldados, también, tienen teléfonos junto a sus AK-74, y todos los días desde el 24 de febrero han traído otra evanescente cuestión de gran actualidad.
Nuestra única oportunidad de llegar de «alguna parte» a alguna parte, de acuerdo con Tokarczuk, se encuentra en un modelo de creación artística que rompa la primera persona en singular de la actualización de estado propia, y busque «una historia que vaya más allá de la prisión no comunicativa de uno mismo.» La cultura estadounidense se ha vuelto temerosa de historias como esa –más universales, más abarcadoras– pero escribirlas ha sido trabajo de artistas en tiempos de guerra desde que Esquilo montó Los persas.
Un compromiso cultural que podemos tomar, a medida que el mundo de ayer pasa a la bruma, es redescubrir el costo humano total de nuestras batallas perpetuas, incluso si sus reflejos en el arte están destinados a ser fragmentarios. A partir de esos fragmentos podríamos aún constelar una visión de las consecuencias de la guerra, y a los peligros venideros no tendremos el lujo de dejarlos correr.
©The New York Times. Desde Kiev, Ucrania
Traducción: Román García Azcárate