Fuente: Clarín ~ Las opciones, por suerte, abruman. Hay obras y hay espacios dedicados a figuras de las letras y de otras artes que ya son símbolos de la Ciudad de Buenos Aires: desde el Jardín de los Poetas del Rosedal de Palermo (1914), con homenajes a Borges, Shakespeare, Cervantes, Dante Alighieri y Gabriel García Márquez, a pocos metros de unos 8.000 rosales, hasta Caminito, “la sonrisa de colores” de La Boca, al lado del Riachuelo.
Sólo las huellas de Borges en Capital son inabarcables. Está su obra sobre la Ciudad (“es, en la deshabitada noche cierta esquina del Once/ en la que Macedonio Fernández, que ha muerto,/ sigue/ explicándome que la muerte es una falacia” , por ejemplo, del poema “Buenos Aires”, en “Elogio de la sombra”, 1969). Y se pueden considerar desde menciones de la casa de los abuelos, en la calle Tucumán 840, donde él nació y de la que ya no queda nada en pie, hasta el armado de su biblioteca en la Fundación Internacional que creó su viuda María Kodama (en Anchorena 1660), pasando por la Biblioteca Nacional (sede México 546) que presidió entre 1955 y 1973.
Pero hay otros rincones porteños, menos conocidos o con historias aún “secretas”, que vale la pena explorar. Desde la casa del joven Cortázar en Agronomía (donde lo homenajean con una placa y con rayuelas dibujadas en la plaza) hasta los vitrales del Teatro Colón -joya porteña inabarcable-, creados en Francia en 1907,donde se pueden rastrear pinceladas con el estilo del pintor Vincent Van Gogh.
En esta nota se destacan once espacios de “Buenos Aires, la reina de las artes”. Una selección arbitraria y necesariamente incompleta, para arrancar.
El “pudor” perdido
de Lola Mora
Los desnudos “escandalosos” de la Fuente de las Nereidas
Lola Mora había empezado a crear las nereidas en Italia en 1903, con mármol de Carrara y otras piedras. Se debe haber ilusionado con ver esas figuras sensuales, vigorosas, con las suficientes imperfecciones como para hacer sospechar sobre cuánto hay ahí de real, expuestas en Plaza de Mayo. Pero no quisieron instalar una obra capaz de incomodar así cerca de la Catedral. El hecho de que la escultura evocara un motivo clásico -las nereidas-, esculpido con destreza, no bastó para opacar el erotismo que podía sugerir. Lola terminó pidiendo incluso perdón por ofender el “pudor”.
Antes tuvo que explicar. “Traigo algunos trozos, como ser una cabeza, una mano, etc., para que me vean trabajar en público, a fin de echar por tierra ciertas calumniosas versiones que me mortifican”. Dolores Mora de la Vega (1866-1936), Lola Mora, trataba así de probar, en una entrevista, que esta maravilla de escultura era creación de ella.
La Fuente de las Nereidas muestra el nacimiento de Venus, rodeada por nereidas (para los antiguos griegos, ninfas protectoras de marineros) y por tritones. Con su combinación de naturalismo y armonía de ecos renacentistas y exuberancia barroca, seduce en Tristán Achával Rodríguez al 1400, Costanera Sur Pero en la Ciudad de Buenos Aires de 1918, a la que llegó desde Roma, desarmada en bloques que pesaban unas 37 toneladas, perturbó -también y con escándalo- porque representaba desnudos y porque su autora era mujer.
Caminito, el potrero en una “calle alegre”
Un tango, esculturas y más arte para darle color a La Boca
El pintor Benito Quinquela Martín (1890-1977) resumió: “Un buen día se me ocurrió convertir a ese potrero en una calle alegre”. Inaugurado el 18 de octubre de 1959, Caminito, en La Boca, se llama así por el tango homónimo que musicalizó Juan de Dios Filiberto y que se estrenó en 1926. Y el propio Quinquela impulsó la instalación de esculturas y otras obras, entre ellas, el homenaje a este músico que creó Luis Perlotti.
Víctor Fernández, vecino, pintor, director del Museo de Bellas Artes Quinquela Martín y autor del libro ”Una sombra ya nunca serás”, dedicado -justamente- a la historia de Caminito, señala: “En tiempos de un vertiginoso crecimiento urbano, mientras la arquitectura de Buenos Aires en clave gris se asimilaba a las principales capitales europeas, La Boca tomaba distancia”. Y se organizaba una tensión:“’Lo popular’, caótico, estridente, simple y colorido versus ‘lo culto’, ordenado, limpio, refinado, neutro”.
Quinquela, el chico huérfano adoptado por un carbonero y por su mujer que se convirtió en famoso pintor de barcos de tonos de fuego y hombrecitos encorvados plasmados como manchas negras, lo llamaba también “la sonrisa de colores” al lado del Riachuelo
Una vuelta al parque Lezama, con Sabato y María Elena Walsh
Sobre héroes, tumbas y el Vals Municipal
“Melancólicamente lo imaginaba en aquel viejo parque, con la luz crepuscular demorándose sobre las modestas estatuas, sobre los pensativos leones de bronce, sobre los senderos cubiertos de hojas blandamente muertas. A esa hora en la que comienzan a oírse los pequeños murmullos, en las que los grandes ruidos se van retirando, como se apagan las conversaciones demasiado fuertes en la habitación de un moribundo.”
El fragmento no podría faltar en una vuelta literaria por el Parque Lezama. Y tampoco podrían faltar Martín y Alejandra, los protagonistas de esa obra, “Sobre héroes y tumbas”, de Ernesto Sabato (1911-2011).
Además, el Lezama (1896) se puede visitar, igual que otras zonas emblemáticas de la Ciudad, evocando los versos de “Vals Municipal”, de la enorme María Elena Walsh (1930-2011): Buenos Aires “es un sol de Quinquela Martín/ Y es soñar con el mar desde el río/ Es la noche de Villa Piolín/ Que nos llena de culpa y de frío/ Es la guerra y la demolición/ Arransando paredes y calles/ Es París en el teatro Colón/ Y en los libros de Plaza Lavalle (…) Y también es morirse de amor/ Un otoño en el Parque Lezama”
Tras los pasos del Principito
Las escaleras al sexto piso de la Galería Güemes
Entre columnas de mármol y locales decorados, con curvas elegantes y rectas con gracia, por el Pasaje Roverano (1918), ubicado en Avenida Mayo al 500, en el Microcentro porteño, anduvo el autor de “El Principito”, el francés Antoine de Saint-Exupéry.
En la década de 1930, subía por las escaleras de ese lugar para buscar cartas en la Compañía Aérea Nacional y llevarlas con su monoplano a la Patagonia.
Saint-Exupéry vivió en el piso sexto de la Galería Güemes, en la peatonal Florida al 100, entre 1929 y 1931.
De peña en el Tortoni
El impulso de Quinquela, la presencia de Borges
En el Café Tortoni, uno de los café más antiguos de la Ciudad (1858 y después reformas), funcionó entre 1926 y 1943 la peña que impulsó el pintor Benito Quinquela Martín.
Se dice que fue hasta Borges, a quien se lo recuerda con una escultura junto a su gran amigo Adolfo Bioy Casares en otro bar histórico, La Biela (nacido en 1850), del que el autor de «La invención de Morel» era vecino.
En el Tortoni, de 1962 a 1974, se organizó, por ejemplo, la peña de «El escarabajo de oro», con Abelardo Castillo y Humberto Constantini como referentes. En Avenida de Mayo 829.
Las esquinas de Cortázar
El café, la galería y el barrio
“La marquesa salió a las cinco –pensó Carlos López–. «¿Dónde diablos he leído eso?» Era en el London de Perú y Avenida; eran las cinco y diez. ¿La marquesa salió a las cinco? López movió la cabeza para desechar el recuerdo incompleto, y…”, dice “Los premios” (1960), que Cortázar escribió y ambientó en el bar London, creado a fines del XIX y reformado, en Avenida de Mayo 593.
Y Cortázar escribió además sobre el barrio Rawson, de Agronomía: un triángulo residencial, diseñado en 1934 por la Comisión de Casas Baratas y devenido luego en oasis coqueto, ubicado entre las calles Tinogasta, Zamudio y San Martín. “Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. En la esquina de Avenida San Martín y Nogoyá, mientras esperaba el ómnibus 168, oyó una batalla de gorriones…”, se lee en el relato “Ómnibus”, de “Bestiario” (1951).
Allí, en un departamento del tercer piso del edificio de Artigas 3246, frente a la plazoleta Carlos de la Púa, Cortázar vivió parte de su juventud: entre 1934 y 1951, antes de partir a París. Una placa sobria -todo es murmullo en la zona, salvo por los pájaros- lo recuerda, igual que los gatos (sus “guardianes”, decía el escritor) y las rayuelas pintadas en la plazoleta
Todos los demonios del Barolo
De la Divina Comedia a la logia de los Templarios
Palacio con oficinas, el Barolo es un emblema de la Avenida de Mayo (al 1370). Lo diseñó el arquitecto italiano Mario Palanti entre 1919 y 1923 por encargo de su compatriota y empresario textil Luis Barolo. Se valió de tradiciones occidentales –mármol de Carrara y la pasión neogótica por las alturas– y orientales –las curvas del templo indio Rajarani Bhubaneshvar, siglo XII, en la cúpula–, con novedades de aquellos años, como el hormigón. Para algunos investigadores, Palanti se basó además en la Divina Comedia de Dante Alighieri (1265-1321). Es que hay coincidencias entre el edificio y ese gran poema: 100 metros de altura, 100 cantos de la Divina Comedia. 22 pisos, 22 estrofas en ciertos cantos. 11 balcones, 11 estrofas en otros cantos…
Se cuenta que el Dante, Palanti y Barolo eran miembros de una logia, ‘Fede Santa’, vinculada a los Templarios. Y que por eso, y por temor a lo que pudiera pasar con los restos del Dante si se desataba una guerra –Palanti venía de pelear en la Primera Mundial y volvería a Europa a apoyar, desde otro lugar, al fascista Mussolini–, decidieron que, llegado el caso, se convirtiera en mausoleo del poeta.
En recorridas guiadas desde el “infierno”, es decir, la entrada, hasta el “paraíso”, el faro, los guías de Palacio Barolo Tours señalan que las flores de los mosaicos de la planta baja podrían ser “círculos de bronce que representan el fuego” y la cuadrícula en blanco y negro del piso en torno a los ascensores, una alusión “al bien y al mal en clave masónica”.
Berni y el mundo en una cúpula
El arte que sale del museo a la calle
El sol; la vida que se planta con forma de desnudo femenino, de pie, altiva, y la muerte como sombra inevitable. El hombre, su trabajo y el descanso. La naturaleza ruda. Y un abrazo. Antonio Berni pintó todo eso bajo el título de El amor o Germinación de la tierra, en 1946, en la cúpula central de las Galerías Pacífico, junto a otros artistas también geniales.
Eran el maestro Lino E. Spilimbergo, quien pintó hombres que desafían montañas y océanos en El dominio de las fuerzas de la naturaleza. También, Juan Carlos Castagnino, quien en La vida doméstica, puso a reinar armonía y felicidad. Manuel Colmeiro, quien evocó el Génesis de la Biblia y a su Galicia natal con imágenes del mar. Y Demetrio Urruchúa, quien aludió a La Fraternidad.
Así este edificio, construido para ser Le Bon Marché de Buenos Aires, con ecos lejanos de la Galería Vittorio Emanuele de Milán –en las bóvedas vidriadas–, ganó belleza y prestigio. Y aquellos inmensos pintores “sociales” obtuvieron un espacio para sacar el arte del museo a la calle. La obra, de 450 m2, es un hito del muralismo local.
La casa de Victoria Ocampo que “afeó al barrio”
Racionalismo en uno de los palacios de la Ciudad
Austera, esta casa es pionera del racionalismo en la Ciudad. La construyó en 1928 el arquitecto Alejandro Bustillo (1889-1932), sobre la base de la obra del pope de esa vanguardia, Le Corbusier (1887-1965). La encargó Victoria Ocampo (1890-1979), escritora, traductora y creadora de la revista Sur, puente entre intelectuales locales y del exterior. Y en los años 30, se convirtió en sede de la redacción de Sur, en la que colaboraron Borges, Ortega y Gasset y Octavio Paz, entre otras figuras. En 2005 abrió la Casa de la Cultura del Fondo Nacional de las Artes.
Está en Rufino Elizalde 2850, cerca de las callecitas arboladas que diseñó Carlos Thays en 1912 –circulares, fuera de la cuadrícula que rige en casi toda Capital- y entre buena parte de los palacios de “Buenos Aires, la París Latinoamericana” (muchos devenidos en museos y embajadas).
La casa todavía llama la atención por la apariencia sobria (y luminosa). Así que en aquellos años “Victoria tuvo que soportar la oposición del vecindario, que la acusó de afear el barrio”, apuntan en Proyecto Villa Ocampo, dedicado a preservar su legado, con participación de la Unesco y otras entidades.
Las musas de Apolo en un vitral de 8 gajos y flores del Colón
Las luces que brillan entre tantas joyas
Todo el Teatro Colón (1908) es una joya. Y entre sus “luces”, más o menos secretas, están sus vitrales. Fueron creados en la Casa Gaudin de Francia, en 1907, con vidrio artesanal, y su restauración fue realizada durante la puesta en valor de la institución entre 2003 y 2010. Se puede leer “Gaudin” en las obras que se exhiben camino al Salón Dorado.
Cuesta elegir qué destacar. Un vitral imponente, de unos 4 metros de diámetro, corona el hall central del Teatro. Se abre en ocho gajos y, entre flores, expone figuras femeninas de aires neoclásicos que bailan, tocan instrumentos musicales o llevan plumas para escribir. Representan a musas de Apolo, el dios de las artes de los griegos antiguos.
La carta, el ajedrez y el rincón de Duchamp en el Congreso
Nueve meses intensos con relatos de Buenos Aires
En la calle Alsina 1743 vivió el francés Marcel Duchamp (1887-1968), padre del arte contemporáneo, una de las figuras más importantes de la disciplina en siglo XX. Fue durante 9 meses, entre 1918 y 1919. Allí Duchamp, célebre por la exhibición de un mingitorio (“La Fuente”, 1917) y otros ready made (objetos de uso cotidiano presentados como obras), trabajó en “El gran vidrio” (1923), otra de sus piezas más recordadas. Y ahí se obsesionó con el ajedrez.
Ahora es 12 de noviembre de 1918. Hace un par de meses que Duchamp se instaló en la Ciudad y escribe en una carta (recuperada en el catálogo de su exposición en la Fundación Proa en 2008): “La vida es menos cara que en Nueva York. La comida es sorprendente y sana (…).
En el fondo estoy feliz de haber encontrado esta vida nueva y diferente. Me siento como si hubiera vuelto al campo, donde uno trabaja con alegría”.
Poco antes, el 26 de octubre de 1918, le había contado al pintor Jean Crotti: “Empecé un pequeño vidrio para experimentar con un efecto que trasladaré al gran vidrio cuando regrese a N.Y. Por mi parte, no tengo intenciones de exponer aquí. Vi a algunos pintores. Nada interesante, sólo una especie de somnolencia…”