Fuente: La Nación ~ Miguel Ángel (1475-1564) es, quizás, el artista más genial de la historia. Su gran pasión, la escultura, se moldeó en obras deslumbrantes como la Piedad, el David o la tumba del papa Julio II y la estatua de Moisés. En pintura, que estimaba como un arte inferior a la escultura, alcanzó, sin embargo, la perfección, en los grandiosos frescos de la Capilla Sixtina. Y nos legó el diseño de la majestuosa cúpula de la Basílica de San Pedro en el Vaticano para dar muestra de su impar talento como arquitecto.
Menos conocida es su obra poética, en la que también descolló y manifestó su visión de la vida como arte: “Mis ojos, que codician cosas bellas, como mi alma anhela su salud, no ostentan más virtud, que al cielo aspire, que mirar aquellas”. En estos versos se resume su trascendente ideal del arte para llegar a la plenitud de la vida: es el camino para gozar de la realidad como esencialmente bella.
Miguel Ángel no escribió un tratado de filosofía para plasmar ese ideal, se limitó genialmente a realizarlo para ejemplo de las generaciones futuras. Nos mostró con el ejemplo de su vida que un sentimiento estético no es primariamente una expresión del ser humano relacionada con las actividades artísticas clásicas, la pintura, la composición musical, la dramaturgia, la escultura, u otras ramas del arte, sino que todas ellas se fundamentan en la aprehensión de lo real en tanto que realidad capaz de ser gozada.
Vivir la vida como arte no se reduce a una vida dedicada a las bellas artes, sino que consiste en una vida que goza del sentimiento de lo real como bello. Según esta concepción de la estética, la vida en sentido artístico se complace en la fruición de la realidad. El sentimiento artístico es la fruición de lo real en tanto y en cuanto que realidad y no por los contenidos de las cosas, cuyas formas maravillosas posibilitan las diferentes disciplinas estéticas. El hombre está abierto a gozar de la belleza de la realidad: cuando descubre ese camino, su vida se transforma en un deleite constante e inagotable.
Este ideal no debe confundirse con otro siempre presente en la historia: el hombre que es artista de sí mismo, una doctrina que ha sido un desideratum constante en el ánimo de los mejores pensadores. Escribe Robert Nozick: “gran parte del proceso de modelar y trabajar una obra artística incluye la remodelación e integración de partes del sí-mismo. En el proceso de creación artística se realiza un importante y necesario trabajo sobre el sí-mismo”. Tal doctrina posee un innegable atractivo intelectual y espiritual, pero también tiene su flanco débil: asumir que la vida es plena por la creación de obras de arte, donde uno mismo se recrea, es una faena reservada a muy pocas personas. En cambio, una genuina valoración de la riqueza de las personas reivindica que regodearse en la belleza de la realidad no es un patrón de vida exclusivo de artistas, sino un ideal transformador de la vida uniformada de las personas.
Esta concepción de la vida está directamente relacionada con una magnífica acepción del trabajo en griego: epyázomai, el trabajo diario concebido como arte que perfecciona y conduce a la plenitud de la persona. Albert Camus escribió que crear es vivir dos veces. Pero para ello no se requiere escribir sus extraordinarias novelas: solo es necesario abrirse al disfrute de la realidad en la que nos encontramos mágicamente instalados. La vida de Miguel Ángel, el Divino para sus contemporáneos, es un faro señero que nos impele a sentir la belleza de la realidad y a extender ese sentimiento a todos los rincones de nuestra vida personal.