Fuente: El ojo del arte ~ El joven artista tucumano fue una de las revelaciones de la Bienal de Venecia de 2022. Sus esculturas concebidas como retratos de su constelación familiar ya han sido adquiridas por el coleccionista Eduardo Costantini y por el flamante espacio ArtHaus.
A pesar de haber llegado hace unas horas de Portugal y de no parar de trabajar en Mamá luchona, monumental pieza en adobe con 300 huevos incrustados, que participó en la Trienal del New Museum y que se emplazará en el centro cultural Arthaus (Bartolomé Mitre 434), Gabriel Chaile no abandona la calidez y la empatía que lo caracteriza.
Nacido en Tucumán en 1985 y con una carrera brillante que lo llevó a hacer pie con éxito en la feria Art Basel y en exposiciones en Londres, Berlín y Nueva York, Chaile convirtió el pan amasado, hecho en horno de barro con formas vinculadas a las culturas autóctonas, y compartido con desconocidos, en gesto artístico. Es el único artista argentino que ha sido convocado por Cecilia Alemani para la muestra central de la 59ª Bienal de Venecia. Participa con cinco descomunales esculturas hechas con adobe que representan a miembros de su familia y que ocuparon un lugar destacado en la muestra central de la mayor bienal del mundo. Eduardo Costantini compró el grupo escultórico para su colección personal y serán exhibidas en noviembre en el Malba.
–A Venecia llevaste piezas que representan a tu familia y, además, fuiste con tu madre y con tu hermano. ¿Cómo fue el viaje?
-Mi familia sigue paso a paso mi trabajo y todos mis movimientos. Para Venecia estaba la posibilidad de que destinara un presupuesto, de lo que yo ya venía ganando con otras obras, para que ellos vinieran. Me parecía necesario, y ellos también querían. Y lo hicimos. Siempre es muy necesario cuando te pasa algo que para vos tiene sentido el acompañamiento de la gente que te quiere. Es importantísimo. Paseamos mucho, yo menos que mis familiares porque estaba muy ocupado. Ellos se fueron a Roma y a Milán.
–¿Cómo surgió Mamá luchona?
–Antes, en la Galería Municipal de Oporto, cuando me invitó Chus Martínez y Felipa Ramos para participar en una exposición, hice una escultura de siete metros de alto que se llamaba La luchona. Esa fue la primera. Después me invitaron a la Trienal del New Museum para otro proyecto y ahí surgió esta, que se llama Mamá luchona. Surgió como parte de esa serie. Quería que esta tuviera algo particular: que alguien pueda venir, mirar y decir: “Mi mamá luchona”. Me interesaba que quien se pare ahí sienta esa cercanía. La luchona era un concepto, una generalidad. Esta es mucho más íntima: la hice más gorda, más redonda, con la cara más tierna. Quería que tuviera esa calma y, al mismo tiempo, esa cantidad de huevos que son como potenciales semillas, hijos, seres.
–Es proveedora.
–Sí.
–¿Tu madre cómo era?
–Fue madre soltera por mucho tiempo. Bueno, iba y venía por conflictos familiares, que te separás y volvés. Es una luchona, una luchadora.
–¿Y tu padre?
–Yo me crié con mis dos padres, pero todo este imaginario de la inconstancia y de los conflictos familiares existía. En mi trabajo, yo siempre voy de lo particular a lo general. Las mamás luchonas son madres pobres a las que les gusta disfrutar la vida, que tienen hijos y que tratan de reinventarse con lo que pueden y con el saber que tienen. Están ahí resistiendo las críticas, resistiendo los conflictos. Todos los problemas que hay en la pobreza en nuestro país generan ese concepto que es totalmente peyorativo: mamá luchona. Se usa como un insulto. A mí me interesó poner en otro lugar el término: entenderlo, como esto que vos decís, como proveedora. Como alguien que tiene la capacidad de transmitir conocimientos a otros seres. Y esos seres van construyendo cosas a su tiempo y a su modo, pero hay algo que define eso: son estas mujeres que están luchándola día a día. Obviamente, tiene referencias biográficas muy específicas, pero también las veo como un rasgo general. Eso no sucede solamente en mi familia, en mi casa, sino en el ámbito de la pobreza.
–¿Dónde escuchaste el término?
–En el barrio, y cuando daba clases en Soldati. También se usa mucho para las adolescentes que van a la escuela y tienen un bebé. Todos le dicen: “Eh, la luchona…”. Es un término que se usa en toda Latinoamérica, y de hecho hay canciones de cumbia que hablan sobre la mamá luchona. Yo quise darle otro sentido.
–¿Cómo fue la educación que recibiste? ¿Son ocho hermanos?
–Sí, yo soy el menor. Recibí una educación protestante. Mi modo de conocer rasgos burgueses fue por la educación protestante. Como por ejemplo un baño con inodoro: es algo que no toda la gente tiene. O, por ejemplo, uno imagina que toda la gente cena, pero hay mucha gente que no sabe qué es la cena hasta que es adulta. Son cosas puntuales que si vos no salís de esos contextos, no te das cuenta de la diferencia. Te lo digo porque yo viví muchas de esas cosas y porque trabajé dando clases y me daba cuenta conociendo la casa de los alumnos.
–¿La educación protestante te sirvió para darte cuenta de eso?
–Me sirvió para darme cuenta de que había otra forma de vivir.
–¿Por el dogma protestante?
–No por el dogma, sino por la infraestructura arquitectónica. Cuando iba a la iglesia era todo bonito: un baño bien puesto, la arquitectura. Había toda una diferencia de organización de las cosas. Eso mentalmente te transforma bastante: te hace dar cuenta claramente de que en el mundo hay desigualdad. Imaginate para un niño darse cuenta de eso. Y también de que quizás hay posibilidades de construcción, de modificación. La educación cristiana protestante me sirvió sobre todo para pensar eso. Para pensar la posibilidad de que uno puede modificar las cosas del contexto, en este caso a través de la religión. Los barrios populares tienen la atracción de muchas cosas: los destinos pueden ser muchos. Mi familia, al insistir con una educación cristiana –esta es una interpretación mía— imagino que pensaba en la garantía de una educación digna, con buenos valores por lo menos. Y por eso las religiones están tan presentes en los barrios populares. Yo valoro mucho la educación protestante. Y en la escuela era muy destacado en plástica: mis maestras les decían a mis padres que tenían que seguir incentivándome para que entrara en la escuela de arte. Y en la iglesia yo era el que hacía todos los dibujos y diseños. Eran ámbitos que me permitían desarrollarme a mi manera porque no tenía pasteles o cosas sofisticadas para hacer arte, pero con lo que había se hacía.
–El protestantismo valora mucho el trabajo, la ética del trabajo.
–Sí, sí. Eso es muy increíble. Y también toda la cuestión del liderazgo, la mayordomía: en cualquier tarea que hagas, llegar a ser una figura destacada. Realmente hacer las cosas bien y destacar. Esa educación yo la tuve muy marcada y es una educación que valoro.
–¿La ingeniería de la necesidad y la genealogía de la forma son conceptos que vos creaste?
–Sí. Son cosas que existen, solamente les puse ese nombre. La ingeniería de la necesidad es básicamente cómo resolver un problema urgente con las cosas que tenés al alcance. Nace a partir de lo que tengo, pensando en lo que me falta. Y la genealogía de la forma fue más que nada un descubrimiento: me di cuenta de que, por ejemplo, los hornos de barro eran algo fundamental en mi familia y en la economía de mi familia. Y había muchas otras familias que también tenían como economía principal hacer pan. Vivíamos en la misma zona. Los hornos para todo este grupo de familias eran importantes. Siempre me preguntaba de dónde venía ese conocimiento, quién les había enseñado a hacer hornos y, además, quién les había enseñado a hacer pan: el pan del norte, un bollo, redondo. Pensaba de dónde vienen esos conocimientos y parecía que nadie lo sabía porque no hay nada escrito sobre eso, sino que una madre se lo enseña a otra; un padre a otro. Y yo pensé que todas esas cosas dentro de mi imaginario en realidad tenían que ver con poblaciones indígenas que fueron diezmadas, les arrebataron el idioma, los separaron de sus hijos, y los hombres fueron matados en la guerra. Estos indígenas se convirtieron en los pobres que se ubican en la periferia de las ciudades en busca de posibilidades y llevaron un conocimiento. El único conocimiento era ese: sobrevivir. Fue algo de lo que me fui dando cuenta a medida que iba conociendo diferentes ciudades, las periferias de las ciudades. Casualmente muchos se dedicaban a esta actividad, sin saber de dónde venía ese conocimiento. La mayoría de esas poblaciones eran del color de mi piel, con lo cual algún rasgo indígena debieron haber tenido. Por eso se les dice peyorativamente negros villeros. Para mí hay algo ahí completamente olvidado. Eso es la genealogía de la forma: la conexión con un pasado que en realidad no sabemos cómo es y que nos fue arrebatado por nuestros próceres.
–¿Es la misma lógica de las esculturas que hacés como si pertenecieran a una cultura que nunca existió?
–Sí. Desde el arte, yo trato de imaginarme cómo fue ese espacio vacío. Por ejemplo, para muchas familias quizás es muy fácil rastrear su genealogía y entender de dónde vienen muchos conocimientos, rasgos de personalidad de un grupo familiar. Hoy, por ejemplo, me querían hacer una entrevista y me pidieron fotos de la infancia. Y yo les dije: “No tengo ninguna foto de la infancia porque no teníamos cámara”. Y no sólo a mí me pasó eso: un montón de gente no tenía cámara. No sé si sabías que cuando hay inundaciones o crecidas de ríos, los bomberos lo primero que hacen es rescatar a las personas y conservar las fotos. Es un protocolo: es algo fundamental porque está vinculado a la memoria de esas personas. No tener memoria es algo muy fuerte porque no te da anclaje. Me acuerdo cuando estudiaba historia, a los trece años, en la primera clase la profesora nos dijo: “Es muy importante esta materia porque les va a dar certezas sobre el presente”. Si no conocemos la historia no podemos tener comprensión del presente: siempre me quedó marcado eso. Pensaba que había cosas que no sabía de mi familia. Y sé que hay otras personas que tampoco saben qué pasó con ese espacio vacío. Al mismo tiempo estas poblaciones no casualmente tienen problemas de violencia de género, de violencia doméstica, de delincuencia. Al no tener memoria eso activa un montón de desequilibrios. Entonces, ¿quién arrebató esa memoria? Esa memoria yo la encuentro en esas cerámicas en las que me inspiro: hago esos pueblos imaginarios, que de alguna manera tienen un costado político que es este. Y para mí es importante porque Argentina, en ese sentido, es muy difícil pensarla por fuera de lo blanca que se define a sí misma.