Fuente: Clarin Ñ – Del Bellas Artes y dos viejas visitas relámpago a los museos de Picasso y Miró en Barcelona, a la actual muestra de Eduardo Stupía en Buenos Aires.
Para alguien que lidia gran parte del día con palabras y su modo travieso o perverso de inducir torpezas, una visita a una muestra o colección de arte surte el efecto de un baño de inmersión o sauna idóneo para quemar toxinas, retóricas y de cualquier otro tipo. Un ejercicio que invitan a practicar el Museo Nacional de Bellas Artes y variadas galerías de Buenos Aires. En las salas del primero se puede volver a la caja de lápices escolares de Xul Solar, o comprobar que también en interiores Giorgio Morandi traza la línea de un horizonte y que sus tres vasijas y cuenco, ni cerca ni lejos del blanco, son una “natura morta” que reluce nueva y es todo lo que necesita el museo para tenerse en pie.
Giorgio Morandi en el MNBA.
En ese mismo ambiente, un Jackson Pollock pretende provocar un sismo, mientras alardea de no ser arte sino pintura –si puede dirimirse así–, un desembarco en una Normandía psíquica. Ahí nomás, las plataformas de petróleo negro de Franz Kline simulan un paréntesis de inactividad que deben renunciar de noche. En otra pared, Antonio Machado según Picasso se convierte en un prolijo Baudelaire, y un autorretrato de Pettoruti de 1918 es un Francis Bacon precoz. Se detectan planos de Kitaj en el uruguayo Rafael Barradas y al revés. Dos pinturas de Demirjián (“Eduque su perro” y “De la nuca al esternón”) proyectan el Kuitca de las cintas transportadoras de aeropuerto. Ver cuadros de unos es volver a ver mentalmente cuadros de otros. De lejos, el único Rothko –“Rojo claro sobre rojo oscuro”– parece una silla de fuego, pero si uno se acerca en línea recta camina hacia una puerta que podría atravesar y asomarse a un crepúsculo vampírico de Turner.
En 2023 todavía no sabemos lo que es un Rothko y ya tuvimos que lidiar –posando de interesados y aun de entendidos– con la republiqueta bananera, rentable, risible, y las ocurrencias biodegradables de Maurizio Cattelan, Damien Hirst y siguen las firmas. El crítico condescendiente del arte contemporáneo –mientras los artistas mismos lo empujan cada día más cerca del alud– no se arriesga a contradecir el prestigio automático del presente, como alguien que tolera mil humillaciones con tal de no perder su puesto de trabajo. (Para los mal distraídos que endiosan en el arte actual la broma, la intimidad o la espectacularidad bobas es más sencillo jugar a relegar a la pintura al lugar de la novela naturalista del siglo XIX).
Otra clase de incomprensión –lejos del Bellas Artes, arriba del Montjuic de las afueras de Barcelona– se da con Joan Miró. Con él no se puede adivinar qué es lo que un artista así estuvo tratando de hacer. Tenía al menos eso, la ventaja de lo inasible. Miró desplaza al espectador, lo saca literalmente de cuadro, y el pensamiento de este queda en off. Muchas de sus pinturas son como borradores de borradores (y el cuadro final no nos espera en ningún futuro). Por algo hablaría de “anti-pintura”, como lo hacía de “anti-retratos”. Se ven algunos aciertos deslumbrantes, por ende, en un mar de errores (por llamarlos así). Miró era un conductor eléctrico de lo inconcluso, que adoptó con astucia un estilo propenso a perderse. Hay en un artista distintas formas de naufragar, pero no cabe duda de que Miró alcanzó un estilo inconfundible, los días de suerte y los desafortunados.
En el centro de esa misma ciudad sobreviene la sacudida de ver obras tempranas de Picasso en su museo: frente a cada cuadro no puede adivinarse –como le sucedería a él– cómo seguiría. (Algo análogo sucede con los dibujos de Pierre Bonnard que, como en la mayoría de los pintores, no prometen ni explican sus cuadros posteriores, y no sólo porque hubiera algo vaporoso en su obra, en el color, o porque trabajara con un rango riesgoso, una paleta rebajada).
Lo notable de ver las pinturas iniciales de Picasso –de los 14 a los 20 años– es registrar con asombro por dónde pasó antes de llegar a su abismo intempestivo, fructífero y longevo. Para realizar “ciencia y caridad” a los 16 años Pablo Picasso tenía que poseer una visión telescópica del tiempo completamente anormal para un chico de esa edad, para poder ver que una figura semejante (un moribundo visitado, por caso) debía ser capturado. Picasso era una mano que quería conocerlo todo, empezando por tocar lo esencial (una cara) antes de lanzarse a los precipicios del trazo. No falta ironía en su título “Retrato de un desconocido”, frente a un rostro perfectamente conquistado.
Pintura de Eduardo Stupía en su muestra Simulacros (Galería Jorge Mara). Foto: Lucía Mara.
El que se desmarca de sí mismo
A la luz del facilismo material que aqueja a buena parte del arte contemporáneo, la apuesta por la pintura revierte lo que se da por cierto y se ve cada día menos anacrónica y más radical. Es vagando otra vez por el MNBA que uno puede cruzarse con un “simulacro” de Alfredo Hlito: vainas vegetales vaciadas y un clima como de ángeles fugados. Este cuadro huérfano, aislado, pertenece a una serie amplia, pariente de sus “estructuras abiertas”. Calificativos elocuentes que casualmente son aplicables a una muestra actual de Eduardo Stupía.
Hay pintores que vienen de otros estudiadamente, como Francis Bacon con Velázquez o los “ecos” de Walter Sickert con los ilustradores victorianos, que retomaba y transformaba. Stupía viene de sí mismo y su problema es cómo enriquecer un estilo parejo, obstinado, cómo salir de él sin volverse inidentificable. O mejor al revés: cómo volverlo irreconocible en el proceso para volverlo reconocible en el resultado.
En la muestra bautizada “Simulacros” (Galería Jorge Mara), las pinturas de Stupía son medios, no fines, acertijos con su respuesta a la vista (del derecho o invertida): cómo la combinación de grafismos desvariados puede dar un cuadro. Unitario, enterizo, imposible de descomponer. Una prolífica tensión entre composición y construcción. Formas de atención versus formas de atenuación. En todo caso, la audacia de exhibir totalidades frágiles. Como si Stupía pensara: “No caigas en el lujo de facilitarle al testigo la crueldad de contemplar tu caída con indiferencia”. O más simple, como si sus cuadros desearan ilustrar aquel artículo de Truffaut: “Abel Gance, desorden y genio”.
La sabida articulación verbal de Stupía se ve reflejada, calcada, traducida, sobre tela o papel. Tejidos, suturas, panales. Guerras pacíficas. El grafito sigue defendiéndose. No busca hacer avanzar la pintura sino expandirla (hacia los laterales). Los cuadros riman unos con otros, así como buscan rimas en su interior. Stupía dibuja con adversativas. Su detallismo no es técnico sino obsesivo, aunque se vean más blancos, es decir más elegancia. El vacío se planta y marca su autoridad. Rastrea una virgen administración del espacio, simuladores de vuelo. Y en general los colores son invitados a pasar de a uno. Pequeños incendios cautos en una foresta reacomodada. Tormentas en gris, vórtices en cobre.
Se desentienden las incisiones y tachaduras de su dirección; están ocupadas pensando en el encastre. Rotando inercias, Stupía pasa de una inercia de la muñeca a otra, cada una en su cuadrante; entre todas arman el mecanismo gráfico que satelita ante nuestros ojos. Persigue múltiples mudanzas del trazo para reinventarse. No desconoce que cambiar de tema ha sido la llave maestra desde que la sugirió la intrépida Alicia en su maravillosa madriguera subterránea.
“Simulacros”, de Eduardo Stupía. En Galería Jorge Mara, Paraná 1133, Buenos Aires. Hasta el 31 de mayo.