Fuente: La Nación – A diferencia de quienes solían invertir cifras millonarias en obras, las nuevas generaciones locales apelan al bajo perfil.
“Comprador, no coleccionista”, aclara con modestia. Junto a él, también prefiere definirse así otro apasionado del arte que no supera los cincuenta años, y que dice invertir en obras desde hace décadas. “A nosotros nos llevó unos quince años autodefinirnos como coleccionistas”, aclara Abel Guaglianone al sumarse a la conversación, en una de muchas reuniones organizadas durante la reciente edición de arteba.
¿Por qué tanto pudor? “Coleccionista es una palabra muy grande, que aplica a iconos como los Blaquier, los Santamarina, los Helft o Amalita Fortabat. Ellos formaron colecciones sólidas con una billetera monstruosa, y sabían mucho de arte y antigüedades. Por eso tanto respeto”, agrega Guaglianone, anticuario con más de medio siglo de experiencia. Junto a Joaquín Rodríguez no solo impulsa en la feria el Premio En Obra, fundado en 2008 por Juan Cambiaso. Con perfil bajo, ambos comenzaron a formar en 2001 una colección que hoy suma más de 600 piezas; 65 de ellas fueron rematadas en 2019 para hacer lugar a otras, producidas por artistas de distintas provincias, y apoyar de ese modo la escena federal.
“Prefiero hablar de compradores más que de coleccionistas. Porque para ser coleccionista… eso ya es una palabra mayor”, coincide Amparo Díscoli, directora de la galería Cosmocosa. “El coleccionista, a mi entender, le da más importancia al valor simbólico y cultural de la obra que a su rendimiento financiero –agrega–, y por eso logra conservar piezas que otros compradores deciden vender con el paso del tiempo. Así que los nuevos coleccionistas, para mí, son aquellos compradores que han sido consistentes por más de diez años y ahora tienen lo que se llama ‘una colección’. ¡No le daría el título tan fácil a nadie!”.
La mayoría de los nuevos compradores que se acercan a Cosmocosa proviene de industrias tecnológicas o financieras. La edad varía. Hay jóvenes veinteañeros que eligen para empezar obras sobre papel de Antonio Berni, con un valor accesible y una imagen muy contemporánea. En su interés, señala Díscoli, “influye mucho si su familia o sus pares también compran arte, algo a lo que contribuyen mucho las asociaciones de amigos para jóvenes de los museos”.
“Con el trabajo que se viene haciendo, hoy es más amplio el espectro de coleccionistas”, confirma Pablo de Sousa, que además de dirigir la galería fundada por su padre, impulsa el proyecto de arte digital artbag y preside Meridiano, la Cámara Argentina de Galerías de Arte Contemporáneo. “Hay muchos compradores nuevos, y varios que empiezan a tener conductas de coleccionistas –agrega–. Profesionales de 40 a 60 años que investigan, piden libros, dossier, portfolio para conocer a los artistas. Compran propuestas que les resultan interesantes, no necesariamente mirando su evolución económica sino involucrándose con su producción desde otro lugar”.
En ese contexto, también están quienes entran al llamado “mundo del arte” por la puerta digital. Como David García, nacido en San Clemente del Tuyú y radicado en Florida, que pagó en diciembre 850.000 dólares por la obra de Refik Anadol presentada a principios de este mes en el Teatro Colón. “Es el primer evento de estas características en América Latina y pensamos prestarla a otros países en la región”, dijo a LA NACION el líder de Borderless, uno de los principales fondos de criptomonedas, que se cuenta entre los inversores de artbag. También entre los de Aorist, la plataforma que comisionó la obra y la subastó en el marco de la semana de Art Basel en Miami, a beneficio del proyecto The ReefLine.
“El año próximo vamos a traer otras obras de Borderless a la Argentina”, anticipó García, que también posee una pieza de Andrés Reisinger, porteño radicado en Barcelona. Y otra muy especial: Sophia, el robot humanoide que el año pasado debutó como “artista”, al producir un retrato en colaboración con el italiano Andrea Bonaceto.
Parece haber un abismo entre las preferencias de García y Eduardo Costantini, fundador del Malba. Este último pagó en noviembre 34,8 millones de dólares en Sotheby’s por Diego y yo, una pintura de Frida Kahlo, y la convirtió así en récord para el arte latinoamericano en subastas. Al presentarla meses atrás en la muestra Tercer ojo, que pone en diálogo su colección personal con la que donó al museo, admitió con pesar que tal vez sea el último ejemplar de una “especie en extinción”: la de coleccionistas argentinos que solían invertir cifras millonarias en arte.
“Nadie ha pagado los precios que ha pagado él por arte latinoamericano, en los últimos treinta años”, aseguró a LA NACION Anna Di Stasi, vicepresidenta senior y directora de Arte Latinoamericano, de Sotheby’s. Según ella, hoy sería “imposible” crear otro Malba, debido a que ese tipo de obras ya no se encuentran disponibles en el mercado.