Fuente: Ámbito ~ El Museo Moderno acaba de inaugurar “Alberto Greco: ¡Qué grande sos!”, exhibición retrospectiva de un artista considerado de culto por los expertos y precursor por excelencia del arte contemporáneo argentino. Escasamente conocido por el público, Alberto Greco (Buenos Aires, 1931 – Barcelona, 1965) despierta el aprecio de los extranjeros. La primera gran retrospectiva del artista la realizó el Museo IVAM de Valencia, y el MoMA neoyorquino compró hace dos años su manuscrito “Besos brujos” en 395.000 dólares.
Marcelo Pacheco y María Amalia García curan la muestra con Javier Villa. El montaje de los brasileños Daniela Thomas, Felipe Tassara e Iván Rösler del Moderno, cumple un papel crucial: las paredes están vacías y las obras e imágenes flotan en los espacios. El arte vivo en Piedralaves, España, figura en una sala especial. Hay 30 fotos en escala humana y el espectador, sumergido en la escena, tiene la sensación de caminar por la aldea. “Aquí firmé todo un pueblo, con todas sus gentes”, escribió Greco. El objetivo del Moderno es ambicioso. A través de más de 100 piezas (muchas se malograron), la directora del Museo, Victoria Noorthoorn, aspira a “presentar a Greco en movimiento, inaugurando una nueva forma de acercar su vida y su obra”.
A sus 19 años Greco publicó “Fiesta” en una edición artesanal; a los 23 estaba en París ganándose la vida como podía, allí exhibió una serie de gouaches en la galería La Roue. En 1956, ya en la conservadora Buenos Aires, propuso mostrar cartulinas de colores -un auténtico ready made-, y ante el rechazo de sus galeristas expuso sus acuarelas. En 1957 viajó a Río de Janeiro y a San Pablo. En 1958, en el Museo de Arte Moderno paulista expuso obras que realizó arrojando huevos rellenos con tinta china sobre el papel que luego recortó pulcramente. En 1959 regresó al país con una muestra de arte brasileño; ese mismo año integró la primera muestra informalista. A ese período pertenecen las pinturas oscuras y texturadas. La gestualidad sensual de sus pinturas y de una materia que trabaja al punto de exponerla a la inclemencia de la naturaleza, demora la mirada del espectador. Luego utilizó brea, alquitrán y el negro absoluto. Pero, lejos de regodearse en el placer estético, impone el fin de la pintura con estas obras monocromáticas. Entretanto planeaba “Las monjas”, muestra donde celebra el protagonismo del objeto, como las joyas que realizaba con clavos o la camisa ensangrentada del cuadro tridimensional “La monja asesinada”. Pronto llevaría el arte a la calle y allí se funde con la vida. Un texto aclara el concepto fundamental. “Con la idea de refundar la realidad como una aventura que merecía ser percibida nuevamente, comenzó a señalar a las personas rodeándolas con un círculo de tiza y a firmarlas como obras de arte; acciones que llamó vivo-ditos”. La calle era el “nuevo soporte” de una obra que consistía en señalar las personas y las cosas, acaso para definirlas y entenderlas. El arte ganaba el público de masas.
Un arte conceptual, sí; pero “cien por cien auténtico”. Así describe a Greco su amigo Luis Felipe Noé. “Para él toda la realidad era un gran mito: sólo eran ciertos el dolor que ésta le causaba y el placer que le producía jugar con ella”. Greco movilizaba a su público y las crónicas periodísticas relatan episodios como el de la galería Bonino cuando desbordaba de gente y Antonio Gades sale a bailar a la plaza San Martín. No obstante, Pacheco describe la dificultad para valorarlo. “Maldito y único, su doble promiscuidad en la vida y en el arte, sus turbulencias públicas y sus trabajos radicales no dejan de ser, aún hoy, acciones incómodas que tratan de rodearse dando vuelta por espacios que lo presentan exasperado pero controlado. Para incluirlo es necesario enfrentar su furia deseante y sus gestos exhibicionistas”. Greco no ocultaba ni su homosexualidad ni sus pasiones, ni las obras abiertamente eróticas de sexo explícito.
En París, Germaine Derbecq lo invitó a participar de la muestra “Pablo Curatella Manes y treinta argentinos de la Nueva Generación”. Greco presentó “Treinta ratones de la Nueva Generación”, una caja de cristal con treinta ratones blancos y malolientes. Hasta que se los devolvieron. En este vivo-dito equipara, con su actitud burlona, los ratones con los artistas. El cartel que pegó en la avenida Corrientes, “Alberto Greco: ¡Qué grande sos!”, parodia la célebre marchita y también se presta a interpretaciones. Del mismo modo, parodia a los artistas que llevan el objet trouvé al contexto de la galería o el museo. Greco invita a seleccionar objetos en un mercado, pero la acción se reduce a señalar el objeto y dejarlo donde estaba.
Las obras del Moderno despiertan el recuerdo de otras que, inspiradas en ellas, hoy pueblan el arte argentino. Basta dejar vagar la memoria y cotejar las fechas. Greco viajó a Italia, presentó su Manifiesto y el vivo-dito Alberto Grecus XXIII durante el Concilio Vaticano. Lo expulsaron del país y regresó a España. Pintaba siluetas de personajes vivos que ingresaban voluntaria y esporádicamente a las pinturas, un claro antecedente del “siluetazo”. Fundó en Madrid su Galería Privada, conquistó a la prensa española y realizó acciones con Antonio Saura y Manolo Millares. En 1965 participó en Nueva York de la acción “Rifa vivo-dito en la Central Station”. Allí se encontró con su viejo amor, el chileno Claudio Badal. Escribió la novela “Besos brujos”, un relato de su amor frustrado y su decisión de morir mezclado con un mix alucinado de canciones, recetas, cartas, dibujos. Se suicidó en un hotel de Barcelona con una sobredosis. Lo encontraron con unas babuchas turcas color escarlata, el torso desnudo y la palabra “FIN” escrita en sus brazos.