Fuente: La Nación ~ La digitalización y la posibilidad de recorrer museos con una alta resolución de las imágenes implican el peligro de que las obras se atomicen y pierdan su magia
La distancia entre el observador y la obra de arte no es algo inesencial a la experiencia estética. Nunca lo fue. El cambio es que ahora ya no nos referimos simplemente a las evoluciones de un visitante ante un cuadro en el museo. La tecnología y la virtualidad, cuya multiplicación terminó de gatillar la pandemia con sus cuarentenas, redujo esa distancia casi a la anulación. Hizo incluso más que anularla, la traspasó, de modo que vemos detalles que el ojo por sí solo no vería nunca, y que ni siquiera el artista pudo ver.
Podríamos, como simple ejemplo, mencionar una anécdota personal. Cuando grabábamos el programa Técnica Mixta que se emitía por LN+, había una pantalla que ocupaba entera una de las paredes del estudio. Sobre esa pantalla se veía, gigante, la obra del artista entrevistado. No debe de haber habido uno solo que no quedara asombrado, un asombro que orillaba el pudor. Uno se sentía como si hubiera violado la intimidad, como si en casa ajena se revisaran los cajones de la mesa de luz. Ninguno había visto su propio trabajo con semejante magnificación, lo que constituye una especie de paradoja: la mayor materialidad de la pintura se advierte por vías inmateriales.
Podría ocurrir que terminemos conociendo mejor lo que acordamos en llamar “realidad” por la vía de lo que acordamos llamar “virtualidad”. Los museos que abrieron sus puertas digitalmente (son la mayoría) y Google Arts & Culture nos obligaron a hacer de necesidad virtud. Resulta entonces que, con la posibilidad de magnificar una pintura, terminamos conociéndola con más detalle que si estuviéramos en el museo mismo. Podríamos preguntarnos en qué consiste conocer una obra, aunque más no sea en el simple aspecto del conocimiento que nos depara la observación. ¿Es esta atención casi microscópica que hace del detalle, de una pincelada, una totalidad distinta? ¿O es la cercanía, ese “aquí y ahora” de la obra de arte de la que habló Walter Benjamin? La contemplación estética no trafica con la curiosidad del impertinente. No hay una respuesta, o más probablemente la respuesta comporte una conjunción antes que una disyunción.
Consideremos dos casos. Podemos observar infinidad de reproducciones digitales de Chemin sous bois, en été, de Camille Pissarro, y sin embargo nunca la habremos visto de veras hasta que estemos delante de él en el Musée d’orsay. El artista dejó un efecto en la tela que no existe fuera de ella. Los artistas habría retrocedido ya horrorizados antes os rayos X y la reflectografía infrarroja, que permiten estudiar las versiones preliminares. El pentimento no estaba destinado a ser visto por terceros, del mismo modo que quien se arrepiente lo hace para sí y no comunica el objeto de su arrepentimiento. También aquí debería regir el secreto de confesión. Los microscopios digitales en 3D dan una vuelta de tuerca a este dilema (¿ver o no ver?). Uno de ellos, el Hirox Europe, se aplicó a La joven de la perla, de Vermeer. Se alcanza una resolución de 10,118 megapíxeles, o 10.12 gigapíxeles. La pintura se convierte en un paisaje con accidente geográficos desconocidos. El impasto, esa pincelada “cargada”, perseguía volumen, y parte del interés de ese volumen era que se advirtiera acaso no como un brutal bajorrelieve, que es lo pasaría si le aplicáramos el aumento de una lupa. Otro pintor, Mark Tobey, solía repetir que la misión principal del artista consistía en encontrar lo abstracto en la naturaleza. La tecnología aísla los abstracto en la figuración.
Paisajes del sonido
En diciembre de año pasado, el director Gustavo Dudamel presentó en Españasymphony, que, con anteojos de realidad virtual, combina la imagen real filmada en 360 grados en el escenario con la Mahler Chamber Orchestra y el taller de un lutier con la imagen generada computadora y otros efectos visuales animados. El espectador puede estar en el podio del director o, de manera más extravagante, en el interior de un violín. Son pasatiempos turísticos, y nada hay como el turismo para privar al mundo y a sus cosas de todo enigma y de todo secreto. Ya los primeros planos de las óperas filmadas (recordemos que la ópera está concebida para verse y escucharse a distancia) nos había mostrado la desgraciada lluvia de saliva de los cantantes.
Claro que todo esto es menos nuevo de lo que parece. En su maravilloso libro de conversaciones con Claudio Arrau, Joseph Horowitz registra un diálogo muy significativo. A propósito de los tiempos idos de Teresa Carreño y Ferruccio Busoni, le pregunta al pianista si en esa época las notas falsas perturbaban al público y la crítica tanto como ahora. “No –responde Arrau–. Lo creían propio del genio. Ése era el derecho del genio.” Interlocutor inteligente, Horowitz va más allá: “Las grabaciones son, sin duda, una razón por la que ya no aceptamos las notas falsas tan fácilmente como antes”. “Sí, creo que ésa es probablemente la causa principal –confirma Arrau–. Y, luego, también está ese tonto perfeccionismo que la gente suele apreciar demasiado”.
El breve diálogo apunta al corazón del problema. La misma tecnología que nos permite volver una y otra vez a Wilhelm Kempff o Edwin Fischer, la misma que hizo posible la utópica filosofía del estudio de grabación de Glenn Gould, la que nos permite un descubrimiento permanente en las lecturas del propio Arrau, esa misma tecnología procreó también toda una idea de la perfección fundada en la eficacia. El acierto empezó desde entonces a consistir en no equivocarse antes que en la interpretación en un sentido fuerte.
Pero la mayor intimidad con una música, con cualquiera que sea, consiste en tocarla, aunque sea mal. Tocar el piano es una actividad menos civilizada que escuchar un disco de piano; escuchar un disco de piano es una actividad menos civilizada que asistir a un recital de piano. En este sentido, es un poco más íntima y menos imperativa que la audición en la butaca. No por nada justamente Gould, devoto de la tecnología, pensaba que, frente a un disco, cada uno de nosotros era también un poco compositor: regula intensidades, atenúa colores. Es decir, toma decisiones musicales; modestas, cierto, pero decisiones al fin. Un poco como cuando decidimos dejar en paños menores a una pintura. Estas contemplaciones virtuales nos dejan en un lugar bastante subsidiario: el de compositores de entrecasa y el de mirones.