Julián Astelarra: «Olor a pintura podrida»

Fuente: Perfil ~ Instalado en el orden de los misterios cotidianos, las maneras en las que el pasado se inmiscuye en el presente de formas imprevistas parece devolvernos —con gestos, técnicas o materiales específicos— el imaginario de determinadas atmósferas, espacios para recorrer siguiendo mapas improbables (parecido a lo que exploró Werner Herzog con La caverna de los sueños olvidados, señalando un punto de contacto entre el animal, la humanidad prehistórica y la representación figurativa ante las pinturas rupestres de la cueva de Chauvet, en Francia). 

Algo en ese tenor despliega Olor a pintura podrida de Julián Astelarra (1983), o al menos, coincido en ello con el curador, Alfredo Aracil, quien señala en el texto que acompaña la muestra: “continuando con una inquietud arqueológica ya presente en trabajos anteriores, Astelarra propone un viaje no falto de ausencias y olvidos, hacia atrás en el tiempo siguiendo una línea de materialidad que se pregunta por la continuidad de la pintura prehistórica en nuestro mundo contemporáneo.” Resulta imposible no pensar en esas cuevas y esas representaciones frente a la materialidad con que trabaja el artista y las superficies que interviene: primero y principal el piso de la sala —formato explorado también por Astelarra en Mundos Propios (2019-2021), la muestra final del programa de Artistas del Di Tella en marzo pasado— epicentro a partir del cual se articula un sentido expansivo que se condensa en una suerte de montículos amorfos sobre el piso, como mojones de diversos derelictos, rastros de una hecatombe sucedida en territorio marciano (la tonalidad rojiza es a causa del ferrite rojo, es decir, el óxido de hierro), que le imprime su índole la muestra, trepa por las paredes, dibuja formas animales y se disuelve en sombras elusivas, ligeramente infernales.

Empero, el centro de gravedad no puede ser otro que el piso, que a la manera de un fresco romano (técnica que Astelarra corteja, aplica, subvierte y pervierte) recuerda tiempos más remotos, acaso jamás sucedidos pero que se atisban, ficcionales, como fundantes de la conciencia de la especie: es como si otro homínido, pariente nuestro pero distinto, se hubiera puesto a dibujar en su caverna, trazando los vestigios de una civilización paralela, pero no a la manera de la imitación de una figura asiria o prehispánica (por decir algo), sino más bien como una consciencia actuante, una razón que en el momento de la creación presente comunica de manera evidente con todo lo que la técnica del fresco ha dado a través de la historia: pintar sobre lo pintado. Escribir sobre lo escrito: alimento para la ruina y sus escombros.

Uno de los hallazgos de Olor a pintura podrida radica en la secreta simetría que da forma a la instalación entera, efímera por naturaleza y que apuntala su esplendor: las piezas de Astelarra son también una toma de partido por la fugacidad de la vida, por esa vanitas que nos recuerda —sobre todo en un contexto pandémico, inmersos en la zozobra planetaria, con la muerte respirando muy cerca de la nuca y la incertidumbre en prácticamente todos los órdenes de la existencia como única garantía— que la vida dura poco y además no importa; o para decirlo en palabras del Eclesiastés, en la hermosa versión de Casiodoro de Reina corregida por Cipriano de Valera, mejor conocida como Biblia del Oso: “¿Qué es lo que fue? Lo mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará: y nada hay nuevo debajo del sol/ ¿Hay algo de que se pueda decir: veis aquí esto es nuevo? Ya fue en los siglos que nos han precedido/ No hay memoria de lo que precedió, ni tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después. Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo vanidad”. 

Otra referencia que apuntala la muestra, con nitidez, es el Ejercicio plástico de David Alfaro Siqueiros, aquel mítico mural pintado en un sótano de la quinta Los Granados de Natalio Botana, en Don Torcuato, y exhibido hace tiempo (luego de una historia de película), en el Museo de la Casa Rosada, y eso también es un rasgo propio de Astelarra, quien no teme a las alturas ni a pasearse, al mismo tiempo, entre lo grandioso y lo grandote: incluso en sus piezas más discretas se adivina la vocación de muralista, una apuesta a contrapelo de los usos actuales que, a título personal, encuentro estimulante por la promesa de misterios manuales por venir: otros seres pintando otras cavernas, configurando pretéritos tan imperfectos como los nuestros.

Hay algo profundamente perturbador en el imaginario de Julián Astelarra, y la muestra que ahora puede verse en Acéfala da cuenta de esa perturbación, desplegada como una fascinación sensible, efímera y extraña.

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