Viaje a la cabeza de un artista: así se hace una obra de arte

Fuente: Clarín ~ «¡Ese amarillo está muy chillón! Hay que apagarlo un poco, que sea más ocre, como el de la baranda del balancín. Ponele más violeta». Con medio cuerpo fuera de la ventana del sexto piso de un edificio de Banfield, Martín Ron, muralista, artista visual y, antes que nada, un hombre talentoso en el uso del rodillo, da indicaciones a su equipo de trabajo, Mariana Parra y Nicolás Dicianno.

Es un martes de mediados de enero, hace más de 30 grados, y estamos en Belgrano 1529, donde hace pocos días Martín, uno de los artistas argentinos más requeridos del planeta, empezó a pintar no sólo el mural más alto de su carrera que ya lleva dos décadas, sino uno de los más altos de la región.

Son 65 metros de la medianera de un edificio de 21 pisos, a media cuadra de Maipú, una de las zonas comerciales de esa localidad.

Llegó a esta pared, porque, antes, hace un año, pintó otra en la cuadra siguiente y, juego óptico mediante, fue elogiado y aplaudido por los que lo vieron en vivo o compartido en alguna red social. Ambos edificios son emprendimientos de Vidal Constructores y fue a su titular, Daniel Vidal, al que se le ocurrió sumar arte a las torres terminadas, después de haber quedado deslumbrado por los murales de Ron en Casa Amarilla.

Primero fue la pared de Belgrano 1646, con un mural de 50 metros de un nene que juega con un globo metalizado. Le siguió la de Belgrano 1529, con un mural de 65 metros, de una nena, amiga del primer nene, que apila ladrillitos de encastre, parada en puntitas de pie sobre un globo metalizado. Más adelante, cuando la construcción esté terminada, habrá una tercera medianera con un nuevo mural, lo que formará un tríptico de obras de Ron en la zona.

De principio a fin, para tener perspectiva de cómo marcha la obra, Martín debe subir a la terraza de un edificio vecino. Es Andrea, la que vive en el sexto piso desde el cual Ron da indicaciones a su equipo asomándose por la ventana, la que acepta prestar su llave, su contacto, su departamento para que los artistas puedan trabajar.

Da la casualidad que ella es estudiante de Bellas Artes y no-puedo-creer-tener-esta-vista-del-mural-desde-mi-ventana. Andrea todavía no sabe -pero ahora va spoiler– que el día en que el mural esté terminado a fines de febrero, cuando la última pátina de protección esté colocada «para que aguante más la intemperie», recibirá un regalo especial de parte de Martín: una brocha cariñosamente dedicada.

Seis semanas después de plantar el diseño, pintar y probar colores –»manchar», como se dice en la jerga–, emprolijar detalles, laquear el trabajo y superar escollos climáticos y técnicos, el mural está terminado.

Pintar un mural de más de 60 metros en seis semanas es un buen tiempo. Pero Ron asegura que si el clima le hubiera permitido trabajar de corrido y a toda máquina, habría podido concretarlo ¡en cuatro semanas!

Algo que parece absolutamente descabellado para cualquiera de los mortales que pasamos por ahí y, a riesgo de provocarnos una contractura en el cuello, inclinamos la cabeza hacia arriba, prácticamente recostamos la nuca sobre la espalda, hacemos visera con la mano sobre los ojos, y miramos perplejos semejante obra. ¡¿Cómo hizo?!

Hay una relación directa entre los dos murales que Martín Ron pintó en Banfield con un año de diferencia. Una idea empujó a la otra: como en la cuadra siguiente al mural de la nena está el mural del nene, Ron pensó en hacer obras que dialogaran entre ellas.

A Ron le interesa la gestualidad de los más chicos, esa inocencia que transmiten en su forma de actuar. Algo que llevado a gran escala encuentra aún más interesante. De ahí el desafío, de ahí que decidió pintar niños.

Pero si hay algo que Martín hace siempre, siempre, antes de empezar un nuevo proyecto es acercarse a la pared en cuestión varias veces, durante varios días para ver qué le inspira el lugar. 

Faustino, el nene que quedó inmortalizado en otro mural de Martín Ron, en Banfield. Foto Enrique García Medina
Faustino, el nene que quedó inmortalizado en otro mural de Martín Ron, en Banfield. Foto Enrique García Medina

El nene de Belgrano 1646 se llama Faustino, ahora tiene 8 años, pero en el momento de quedar inmortalizado en esta medianera de Banfield tenía 7. Es hijo de una pareja de amigos de Martín Ron.

En 2018, la imagen de Faustino haciendo la vertical llegó a una medianera de un edificio de Moscú. El chico tuvo que practicar durante semanas y semanas esa pose para que la posición fuera real y no trucada en la foto que finalmente Martín usó como base.

Es que para hacer los diseños que más tarde serán murales, Ron se basa en fotografías que él mismo saca. En el caso de las obras de Banfield, fue una serie de fotos que tomó a fines de 2019, durante un asado en su casa de Boedo. Ron fotografió una y mil veces a Faustino y a su amiga Ailín (sobrina de la actual pareja del papá de Fausti), jugando al natural, sin premisas, sin poses.

Para el primer mural, el que pintó en febrero de 2020, se quedó con una foto de Faustino soplando un globo metalizado; para el segundo, que pintó en enero de 2021, con una de Ailín escribiendo en un pizarrón, en un momento en que todos estaban en un recreo de la sesión fotográfica. De reojo, Martín pescó ese momento en que los dos chicos escribían en un pizarrón. Ailín, en puntitas de pie, tratando de llegar a lo más alto, con los piecitos sucios, esa era la imagen que el artista buscaba.

Ailín, la nena que inspiró el mural de Martín Ron en Banfield. Foto Enrique García Medina
Ailín, la nena que inspiró el mural de Martín Ron en Banfield. Foto Enrique García Medina

Con las facilidades que da la tecnología, hizo las maquetas de forma digital –rara vez las imprime–, armó la cuadrícula que le permite plantar el diseño a gran escala y cambió, modificó e intervino a su gusto y conveniencia, y el pizarrón de la foto original pasó a ser una pared de ladrillitos de encastre, un guiño a la pared de ladrillos donde ahora vive la obra.

A Faustino le encanta verse en el mural. Dice que es famoso. Ailín, más tímida, apenas se reconoce en esa posición de espaldas. Aún no es del todo consciente de su imagen a gran escala en la pared de un edificio.

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Una semana antes de arrancar este mural el 5 de enero, Martín Ron debe ocuparse de la logística. Por ejemplo, contactar a la empresa que monta el balancín electrónico, esa especie de balcón que cuelga de los edificios, con el sostén que le da desde los extremos dos cables de acero y el impulso de un motor para subir y bajar. Se los suele usar para hacer diferentes trabajos que van de limpieza a pintura y en el caso del muralismo, la empresa debe evaluar el estado de situación, las necesidades, los días que estará colgado y ofrecer la mejor tecnología y seguridad.

Después, viene la parte social, por decirlo de algún modo. El desembarco en una pared que lo tendrá a él y a su equipo durante varias horas de muchos días seguidos, incluidos fines de semanas y feriados, necesita de generar ciertos lazos con la comunidad que lo rodea. Porque no es que va a trasladar las latas de pintura, ni los rodillos todos los días desde su taller de Caseros, sino que va a guardar todos los materiales en algún depósito o garage o departamento vacío que le presten el tiempo que dure la realización de la obra.

Martín Ron y su equipo de trabajo: Mariana Parra y Nicolás Dicianno. Foto Germán García Adrasti
Martín Ron y su equipo de trabajo: Mariana Parra y Nicolás Dicianno. Foto Germán García Adrasti

Después, sí, a colgarse de la pared. Uno de los primeros pasos para plantar el diseño consiste en delinear una cuadrícula o grilla de base que actúe de referencia a la hora de plantar el dibujo. Esto es, en el caso de la nena, por dónde va a pasar la mano, por dónde la cabeza, por dónde las piernas. Esa cuadrícula, que funciona como coordenada, ya no es una división de la pared en cuadrados, sino una pared toda garabateada en aerosol con dibujos alusivos al coronavirus –virus, bacterias, vacunas, repetidos de arriba a abajo–.

«El garabato con aerosol en la pared es visto como una irrupción violenta. Cuando hice el mural del nene, los vecinos no entendían y llamaban al constructor para avisarle que estábamos grafiteando la pared. El aerosol está estigmatizado como algo vandálico y llaman a la policía. En cambio, si te ven con un pincel, ya es otra cosa, le tienen respeto, lo ven como una herramienta de trabajo y hasta te ofrecen ayuda», sonríe Ron. 

Los garabatos en la pared funcionan como coordenadas para plantar el diseño. Foto Lucía Merle
Los garabatos en la pared funcionan como coordenadas para plantar el diseño. Foto Lucía Merle

Con la pared garabateada de arriba a abajo, trabajo que le lleva una mañana entera, Martín saca una foto vertical a la que, tecnología mediante, le superpone la imagen del diseño de la nena. De esa manera, tiene la guía por dónde pasará cada trazo. Trasladar el diseño a la pared le toma otros tres días de trabajo. 

Con el contorno de la nena dibujado en la pared, Ron hace «un sellado», es decir, coloca una primera mano de pintura sin pigmento, que es brillante y plástica, además de transparente, para que colorear sea más fácil y el pincel resbale más. Caso contrario, la superficie absorbe mucha pintura. Y a la figura de la nena, le da una mano de color rosa que le permita tener una referencia a la hora de hacer el fondo. 

Lo que sigue es empezar «a manchar», como le dicen en la jerga, es decir, a probar y calibrar colores para ver tonos, cómo queda, cómo se ve. «Aislados podés tener un montón de colores y después los juntás y no funcionan, los colores tienen que quedar armonizados, ni muy chillón, ni muy opaco», sentencia Ron. Por eso los prueba en una porción de la pared, antes de hacerlos extensivos a toda la superficie.

«Mi objetivo –explica– es que esté todo coloreado rápido para matar el blanco del fondo y para tener un panorama más claro de cómo funcionan los colores y ecualizarlos».

El mural, en una etapa intermedia. Foto Germán García Adrasti
El mural, en una etapa intermedia. Foto Germán García Adrasti

Se pinta, primero, a grosso modo, el fondo; después, la figura. Y después se emprolija. También se trabaja por partes, según una planificación diseñada de antemano: un día la parte de arriba, la cabeza; otro día los ladrillitos de encastre; otro día los pies.

El final no sólo consiste en emprolijar detalles y en darle capas de impermeabilizante (laca poliuretánica) para que se conserve durante más tiempo. También está en saber poner el punto final: dice Martín que siempre se puede mejorar o modificar algo, pero que hay que saber soltar la obra, que hay murales que quizás no vuelva a ver en su vida, pero que están ahí, para ser contemplados por los demás. «La obra –señala– está disociada del artista, porque no puedo enrollar la medianera y llevármela al living de mi casa. Está ahí para todos».

Desde hace tres años, cada vez que empieza a pintar un nuevo mural, Martín Ron tiene una cábala: escribir «Hola, mamá» en el boceto inicial plantado en la pared. Es una marca personal, como cuando dice “mucho biri biri” por mucho “blablá”, mucha conversación.

El «Hola, mamá» quedará tapado a medida que avance el mural. Lo escribió una vez en una obra que pintaba en 2018, en Moscú –el niño Faustino haciendo la vertical– para mandarle una foto a su mamá desde esa otra punta del planeta en donde estaba. Cada nuevo proyecto, desde entonces, tiene esa frase, escrita en aerosol y la posterior foto para que mamá Norma infle el pecho de orgullo.

La cábala: escribir "Hola mamá", que esta vez, después de un año pandémico sin pintar fue "Volví mamá". Foto Lucía Merle
La cábala: escribir «Hola mamá», que esta vez, después de un año pandémico sin pintar fue «Volví mamá». Foto Lucía Merle

2020, no obstante, fue un año particular, fue el año de la pandemia y el confinamiento. Para Ron, artista de exteriores, fue el año en que casi no pudo pintar. Llegó a terminar el mural del nene en marzo, justo antes de que se anunciara la cuarentena obligatoria. Volver a agarrar una brocha casi un año más tarde, en enero, volver a subirse a un balancín, volver a ensuciarse las manos de pintura, tuvo un sabor especial para el artista, que en lugar de escribir “Hola, mamá” como tantas veces, puso «Volví, mamá». Volví al ruedo, volví a pintar. Salí de la jaula.

Técnica

250 litros de pintura hidroesmalte se quedan en este mural. Martín Ron pinta con pincel y brocha, hace vieja escuela y no grafiti contemporáneo. Dicho de otra manera: no usa aerosol. Se acostumbró a la técnica del óleo, con veladuras (una técnica que consiste en aplicar una capa de pintura muy diluida sobre una pared ya pintada), pero dominando la escala gigante.

250 litros de pintura requiere el mural de la nena. Foto Germán García Adrasti
250 litros de pintura requiere el mural de la nena. Foto Germán García Adrasti

Reemplaza los pincelitos de cuadros chicos por brochas grandes y rodillos. Un mural se trabaja capa por capa: primero planta un color de manera rústica y después va pintando una mano tras otra hasta modelar la forma y conseguir volumen. Muchas capas de buena calidad le garantizan a la obra una larga vida útil. Eso y la laqueada del final para que se conserve durante más tiempo.

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Estilo

Sus obras a gran escala se caracterizan por el estilo hiperrealista, con el uso de colores fuertes, texturas y elementos de la vida cotidiana. Trabaja con la técnica de 3D, dándole más realismo a su obra. Uno de sus sellos personales es el uso de la cuadrícula que está presente en varios de sus murales. Tiene algunos trabajos sobre lienzo –es algo que hace para sí mismo, sin presión y para experimentar–, pero lo que verdaderamente le gusta es el muralismo, porque es un desafío, porque le da adrenalina, porque cada pared es única e irrepetible. 

Su estilo es el hiperrealismo. Foto Germán García Adrasti
Su estilo es el hiperrealismo. Foto Germán García Adrasti

Pros

Pintar esta medianera en pleno verano no fue tan terrible, porque Ron y su equipo pudieron trabajar mayormente a la sombra, gracias a la orientación de la pared. Un muro sin sol y de gran tamaño, explica Martín, son dos condiciones ideales para el artista.

Acá, por los puntos de vista que tendrán los peatones, no está previsto ningún truco óptico, como sí en cambio lo está en el mural del nene: una especie de distorsión, llamada anamorfosis, que favorece algunos puntos de vista en detrimento de otros.

Además, como la pandemia no le permite agendar otros compromisos a largo plazo, no tenía plazos que cumplir. En los festivales, siempre corre contrarreloj para dejar el mural terminado, pase lo que pase, porque no lo puede dejar a la mitad. Acá, en cambio, nadie lo apuró.

El cariño de los vecinos, mientras Martín Ron hacía el mural. Foto Germán García Adrasti
El cariño de los vecinos, mientras Martín Ron hacía el mural. Foto Germán García Adrasti

Si se mira en detalle, se verá que la medianera tiene ventanitas en todos los pisos. No es una pared completamente lisa. ¿Si algún vecino se enojó por encontrarse con el artista al otro lado de la ventana? No. Al contrario, le ofrecieron ayuda, agua mineral, medialunas, café y los más chicos hasta dibujaron mensajes de apoyo que dejaron pegados en el vidrio. Así vale la pena colgarse.

Y después estuvo Andrea, la vecina del sexto piso, que vive a dos edificios de distancia del mural en cuestión y que, generosamente, prestó su ventana, su llave y la terraza del edificio para que Martín pudiera observar, con algo de distancia y altura, el rumbo de la obra. Su ayuda es invaluable.

Desde la casa de Andrea, una vecina del edificio de al lado al del mural, Martín Ron pudo tener perspectiva de cómo iba la obra y dar indicaciones. Foto Lucía Merle
Desde la casa de Andrea, una vecina del edificio de al lado al del mural, Martín Ron pudo tener perspectiva de cómo iba la obra y dar indicaciones. Foto Lucía Merle

Contras

Para empezar este mural, que seis semanas después estará finalizado, hubo algunos traspiés, aunque nada graves. Primero, falló el balancín y hubo que esperar la reparación por parte de la empresa que monta la estructura que cuelga a los artistas durante el tiempo que les lleve concretar la obra. El coronavirus y los protocolos, como en todos lados, demoraron la gestión.

La espera vale la pena y es absolutamente necesaria. Así de importante es el balancín, esa especie de balcón que pende de los edificios para pintar o limpiar las paredes y cuya seguridad no puede fallar bajo ningún punto de vista.

Manos a la obra. Martín Ron, rodillo en mano, pintando el mural. Foto Germán García Adrasti

Martín y su equipo trabajan con doble arnés de seguridad, casco y la llamada «línea de vida», colgada de forma independiente al balancín por si acaso hubiera un desperfecto quedar colgado del edificio, algo que hasta ahora nunca le sucedió. ¿Si tiene vértigo? Martín asegura que sí, que el miedo nunca se va del todo y que eso, en algún punto, le da adrenalina. Y que colgarse de un balancín, vaya y pase, pero lo verdaderamente vertiginoso es pintar desde una grúa, porque se mueve muchísimo más.

Al balancín se sumó el clima. Enero y febrero tuvieron numerosos días de lluvia; o días en los que parecía que iba a llover y al final no llovió; o días en que parecía que no iba a llover y al final llovió.

El clima condiciona en todo momento la tarea del muralista de exteriores: una jornada de trabajo en un mural no es algo que se pueda resolver en pocas horas.

El artista Martín Ron hace murales desde hace 20 años. Foto Germán García Adrasti
El artista Martín Ron hace murales desde hace 20 años. Foto Germán García Adrasti

Hay que cargar la camioneta de latas de pintura, rodillos y materiales de recambio, llegar al lugar a 25 kilómetros de casa, cargar el balancín (funciona de abajo hacia arriba), ponerse el arnés y colgarse de la pared. Todo eso lleva tiempo.

Si no fuera porque esta medianera tiene orientación oeste, lo que significa sombra casi todo el día hasta al atardecer cuando apenas recibe un poco de luz y calor, habría sido imposible pintar esta pared al rayo del sol, en pleno verano bonaerense.

Y después, claro, está el viento. Si hay mucho viento, el balancín se mueve. Mucho. Y rebota y golpea contra la pared. Pensar que colgados más cerca del piso es más seguro es completamente errado. Cuanto más abajo, más largo es el cable que llega de la terraza y mayor es el balanceo. Si hay viento, mejor quedarse pintando los detalles de más arriba. Y si hay mucho viento, mejor ni pintar, mejor suspender la jornada.

Lo que se dice, gajes del oficio de muralista.

Martín Ron es un artista visual y muralista argentino, nacido el 13 de marzo de 1981, en la localidad de Caseros, al oeste de la provincia de Buenos Aires. Hijo de Guillermo y Norma, y hermano de Guillermo y Federico, ambos más chicos que él, ninguno de sus familiares se dedica ni al muralismo ni al arte.

Porque agarró lápices de colores antes que juguetes, diestro de mano, de chico lo mandaron a hacer dibujo en un taller a dos cuadras de su casa. Por su ductilidad y talento, rápidamente se convirtió en el favorito de la clase de Plástica y también el encargado de pintar las escenografías de los actos en la escuela Nuestra Señora de la Merced, de Caseros: una escarapela, una bandera, un Cabildo.

No dudaron en la escuela en pedirle que pintara el jardín de infantes. Martín cursaba el secundario y aceptó: lo hizo durante el horario escolar con sus amigos, algo así como sus «asistentes». Las del jardín fueron las primeras grandes paredes que pintó.

Con la plata que ganó, se pagó el viaje de egresados a Bariloche. Así, mientras pensaba qué quería ser cuando fuera grande, empezó a darse cuenta de que eso de andar coloreando muros era algo que le encantaba hacer.

Pero terminó el secundario y se anotó en Ciencias Económicas, un poco porque su mamá Norma es contadora, otro poco porque le decían que una carrera dura le garantizaba el futuro y otro poquito porque estudiar Bellas Artes en el 2001 no era un lujo que se pudiera dar. Llegó a hacer tres años antes de dejar.

Lo que nunca dejó de lado fueron las brochas y las latas de pintura. A la par de la cursada y de un trabajo contable con su mamá, él siguió dibujando paredes, adiestrando la mano.

“Empecé a hacer murales por la adrenalina que me daba salir a la calle a pintar un dibujo, volver al otro día y observar cómo reaccionaba la gente”, recuerda Ron, de 40 años recién cumplidos.

Y aunque era consciente de que su arte  a veces era efímero (porque el muro volvía a ser pintado encima o era demolido), ese salir a cazar paredes le despertó la pasión: primero el mural como hobby; más tarde, como profesión.

Cerca de su casa, en el Municipio de Tres de Febrero, fue el encargado de «embellecer» las paredes de las casas de la zona. La ecuación era sencilla: vecinos que cedían paredes algo despintadas para que Ron y su equipo plasmaran su arte y mejoraran la estética del lugar. Segundo gran antecedente.

Mientras él seguía pensado qué quería ser cuando fuera grande, lo seguían invitando a pintar murales. «¡¿Cómo me voy a dedicar a esto?!», se preguntaba. El camino del muralismo estaba ahí, invitándolo. Sólo había que animarse a transitarlo.

Por fortuna, siguió una corazonada y se animó.

Lo que siguió es una exitosa carrera de muralismo, que lo llevó a pintar más de 300 paredes en todos los rincones del planeta, desde Nueva York a Moscú, desde Malasia a Australia, y a convertirse en uno de los 10 mejores muralistas del mundo. Y, claro, también, en un orgullo argentino.

Son numerosas las intervenciones de Martín Ron en las paredes argentinas.

Primero fue una acción de «embellecimiento urbano» en el partido de Tres de Febrero. Con un equipo de trabajo, pintó paredes despintadas que los vecinos cedían para mejorar. También ahí pintó al escritor Ernesto Sabato, en donde hoy funciona su casa-museo. En Capital, en 2013, estampó un mural de 412 metros cuadrados en un edificio de cuatro pisos de Villa Urquiza: El cuento de los loros lo tituló.

También es autor de una serie de murales de «ídolos populares»: Carlos Tevez en Fuerte Apache; la Coca Sarli, la Mona Jiménez, Diego Maradona. Ron dejó su arte en varias estaciones de subte, como la de Plaza Miserere, Medrano y Plaza de Mayo. Por los cien años de la línea A, pintó una formación completa con cien personajes de la historia argentina como Julio Cortázar, Mercedes Sosa, Carlos Tevez, Juan Manuel Fangio y Luis Alberto Spinetta, entre otros.

"El cuento de los loros", en Holmberg y Rivera, Villa Urquiza. Foto Ariel Grinberg/ Archivo
«El cuento de los loros», en Holmberg y Rivera, Villa Urquiza. Foto Ariel Grinberg/ Archivo

También intervino la línea B logrando un efecto óptico cuando el subte toma velocidad. Y en la línea H, hizo los retratos de la cantante y actriz Tita Merello y del músico Ángel Villoldo. Le dio color y vida al bajo autopista del Acceso Oeste y Perito Moreno, en el límite entre Liniers y Ciudadela.

En 2018, pintó «El Muro de la Memoria», un mural de 12 metros de ancho por 30 de alto, para honrar a las víctimas del atentado a la AMIA: lo hizo en dos columnas que quedaron de la mutual de la calle Pasteur 633.

"El Muro de la Memoria", en Pasteur 633, homenaje a las víctimas del atentado a la Amia. Foto Mario Quinteros/ Archivo
«El Muro de la Memoria», en Pasteur 633, homenaje a las víctimas del atentado a la Amia. Foto Mario Quinteros/ Archivo

Un año más tarde, el homenaje llegó a las paredes del Hospital de Clínicas, ubicado en la avenida Córdoba al 2300. Es un tríptico de murales que pueden verse por la calle Uriburu en los tres cuerpos que forman parte del gran hospital, que recibió el homenaje por parte de la AMIA por haber atendido cerca de 300 heridos aquel 18 de julio de 1994. El mural de Martín Ron es el del medio y rinde tributo a los trabajadores de la salud.

Entre otros de sus murales más conocidos, están el de la tortuga en 3D que sale de una pared (ya demolida) en Barracas y el de una anciana en el frente del bar Desarmadero en Palermo, en Gorriti y Armenia.

Sus murales en el resto del mundo

No solo en Argentina hay obras de Martín Ron. Admirador de Eric Grohe -destacado muralista estadounidense-, el argentino tiene una decena de murales en todo el mundo: ha pintado en ciudades como Londres, Tallin, Penang (Malasia), Bristol, Miami, Tenerife, Bremen, Glauchau (Alemania), Nueva York, Tumby Bay (Australia), Moscú.

Participó del festival Rock Werchter en Bélgica, donde pintó una torre armada con viejos contenedores, una obra de gran tamaño con un retrato de un hombre que sostiene en su boca una rama en la que está apoyado un colorido loro.

Tuvo una muestra individual en la galería Mead Carney, de Londres. Y tiene tres murales en Inglaterra: en la clásica cervecería Old Thruman’s Brewery en Colbert Place; en el edificio Number 90 en Hackney Wick -una imagen hiperrealista titulada «Machaco»- y el tercer mural en Bristol, bajo el nombre «Andrómeda». Ese mismo año pintó un gran mural titulado «Mudra» en Tallin, Estonia. También pintó un enorme mural hiperrealista con tres tortugas marinas en efecto 3D en la ciudad de Penang, Malasia, donde las tortugas dejan sus huevos en las playas de esa ciudad.

Un día de 2016, Carlos Tevez lo llamó a Martín Ron: «Quiero que pintes un mural del Fuerte Apache en mi casa», le pidió. Ron, hincha de Boca, fan del futbolista, creador del Carlitos que ensalza un muro en Fuerte Apache, aceptó. De alguna manera, lo que inició Ron con aquel mural de Carlitos en el barrio natal del jugador se repitió de forma inversa y terminó con un mural de Fuerte Apache en el gimnasio personal de la casa de Tevez, un lugar de entrenamiento y motivación.

Cuando Ron pintó el Carlitos en Fuerte Apache, en una pared que da a un potrero –la ubicación no es inocente–, lo pensó como un símbolo de superación y de inspiración para los chicos que vivían y viven en el lugar, los que sueñan con ser como Tevez.

El mural de Carlitos Tevez en Fuerte Apache. Foto Fernando de la Orden/ Archivo
El mural de Carlitos Tevez en Fuerte Apache. Foto Fernando de la Orden/ Archivo

No se sabía de la existencia del Fuerte Apache en el gimnasio de la casa del jugador de Boca hasta que el propio futbolista lo dio a conocer a fines del año pasado. Recién ahí, Ron se animó a subir a sus redes imágenes de aquel trabajo que solo se conocía en el círculo íntimo.

No fue, sin embargo, el único mural que pintó en la casa del actual Diez de Boca en La Horqueta. En la pared de un pasillo curvo del subsuelo, Ron estampó a fuerza de color y talento la carrera deportiva de Tevez: Carlitos en Boca, Carlitos en el Manchester United, Carlitos en el Manchester City, Carlitos en Corinthians, Carlitos en el West Ham, Carlitos en la Juventus… Solo falta su paso por China.

Lo que viene: el mural «récord»

El 1° de Mayo, Martín Ron se colgará nuevamente y será récord.

Arrancará a pintar un mural en plena avenida Corrientes. Será en la medianera de la torre Lex Tower, en Corrientes 1454, entre Uruguay y Paraná, mano derecha, y constituirá todo un récord para el país y la región por su altura: un mural de 100 metros de alto, a tres cuadras del Obelisco. 

Aunque todavía no tiene el diseño, Martín Ron adelantó a Clarín que para esta obra usará la técnica pictórica de «trompe-l’œil» (trampa para el ojo), que busca engañar a la vista jugando con el entorno y con efectos ópticos de sombra y perspectiva: siguiendo con la temática de dibujar niños, simulará unos chicos jugando en las ventanas. 

Lex Tower, en avenida Corrientes al 1400. Sobre esa franja lateral de 100 metros, Martín Ron realizará el mural más alto del país y la región. Arranca en mayo.
Lex Tower, en avenida Corrientes al 1400. Sobre esa franja lateral de 100 metros, Martín Ron realizará el mural más alto del país y la región. Arranca en mayo.

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