Fuente: Clarín – Frank Stella, que murió el 4 de mayo a los 87 años, bromeó una vez diciendo que sólo se arrepentía de una cosa. Estábamos sentados en su desprolijo estudio del East Village y dijo que lamentaba no haber emprendido acciones legales cuando la tienda de ropa masculina que llevaba su nombre abrió en Nueva York a mediados de los años 70. «La gente llama aquí todo el tiempo preguntando por sobretodos de cachemira», explicó.
Stella, puede uno decir sin temor a equivocarse, no era alguien que vestía a la moda. Hasta el final de su vida, tuvo el aura de un niño prodigio nervioso, de anteojos grandes y pelo encrespado. Se consideraba parte de los marginados sociales y una vez bromeó en una carta personal sobre «todos los facinerosos que nos metimos en el Bowery de la Vida, el mundo del arte».
Su gran pasión era la pintura abstracta, y empezó su carrera a lo grande. En 1959, a la avanzada edad de 23 años, se hizo famoso de la noche a la mañana por sus Pinturas Negras de franjas angostas que se extendían de borde a borde de la tela y despojaban al arte abstracto de cualquier atisbo de elevación espiritual. A pesar de sus portentosos títulos (Die Fahne hoch!, por ejemplo, o El matrimonio de la razón y la miseria II), los cuadros no hacen referencia a nada fuera de ellos mismos. «Lo que ves es lo que ves», declaró Stella, dándole al movimiento minimalista un eslogan conciso y perdurable.
Si Stella ayudó a engendrar el movimiento minimalista de los años 60, también fue su desertor más conocido. A fines de los 70, dio vuelta la tortilla sin culpa, buscando el espacio profundo y las curvas barrocas con tanto fanatismo como antes los había rechazado. Obras como Giufà, la luna, i ladri e le guardie (1984), del Museo de Arte Moderno, apilan conos y columnas de metal en un conjunto de 3 metros de altura que sobresale de la pared. Produjo, con resultados muy dispares, una profusión de relieves metálicos gigantes, construcciones ondulantes y relucientes rociadas con pintura de automóvil. Algunos de ellos son difíciles de relacionar, excepto como espectáculo y parecen un cruce entre la Bauhaus y una «Fun House» o parque de diversiones.«¡Die Fahne hoch!», de 1959. Sus lienzos negros representaron un ataque directo a la pintura gestual. Foto: Frank Stella/Sociedad de Derechos de los Artistas (ARS), Nueva York; a través del Museo Whitney de Arte Americano
Hoy, en esta era de figuración y pintura con conciencia social, los 60 años de devoción de Stella por el arte abstracto podrían parecer académicos o incluso antediluvianos. Según él mismo reconocía, no veía el arte como un vehículo eficaz para mejorar la sociedad o combatir la injusticia. «Si los artistas quieren hacer algo útil», me dijo una vez, «pueden ser asistentes sociales o políticos. O pueden alistarse en el ejército estadounidense. El arte no hace lo que hace un asistente social. Ninguna imagen abstracta va a ayudar a nadie».
«Muchos se hacen la ilusión de que el arte es una buena terapia», añadió. «Pero sólo es buena terapia para la gente que no está enferma. Si estás realmente enfermo, no es lo bastante buena».
Stella empezó su carrera en la época de Eisenhower, cuando se esperaba que las tendencias artísticas, al igual que las de género, se clasificaran en categorías fijas. O eras un artista abstracto o uno figurativo. Con el paso de las décadas, Estados Unidos cambió -se abrió tanto a la fluidez de género como a la de tipo de arte-, pero Stella no. Nunca dejó de insistir en la superioridad intrínseca de la pintura abstracta. El objetivo del arte, decidió finalmente, era «crear espacio», con lo que quería decir que quería imbuir a la pintura abstracta de la espaciosidad -el ideal de amplitud- que había definido a la pintura figurativa desde el Renacimiento.
Pero ¿qué objetivo es ése? ¿Crear espacio pictórico? Podría parecer algo hiperespecializado y excesivamente elitista en comparación con la contemplación de temas intemporales como el amor, la naturaleza o la muerte. Incluso a la escritora Susan Sontag, con su formidable capacidad de análisis, le resultó confusa la misión de Stella. En 1966, escribió en su diario que los artistas contemporáneos le recordaban a los investigadores científicos. «La obra de Frank Stella se considera muy interesante porque es una solución a problemas centrales», escribió. «Sin un conocimiento de la historia reciente del arte + sus ‘problemas’, ¿quién se interesaría por Frank Stella?».
Es cierto que Stella tenía una agenda, o lo que solía llamarse una visión, que atraía a los partidarios de la abstracción. En 1970, cuando el Museo de Arte Moderno lo honró con la primera de dos retrospectivas, se lo glorificó como el artista que definía a su generación, precisamente porque validaba la opinión entonces dominante de que el arte moderno se centraba exclusivamente en la forma, la figura y el color y eliminaba el «significado» literario. A diferencia de su colega Andy Warhol, cuyo uso de la fotografía y el fotomontaje se consideró inicialmente una moda pasajera (ja, ja), Stella legitimó la opinión entonces popular de que la pintura desde Paul Cézanne había sido una marcha hacia lo plano.
Stella me entusiasmaba porque hacía que el arte se percibiera como una aventura de alto coeficiente intelectual. A diferencia de Jackson Pollock, que no fue a la universidad e hipnotizó al mundo con sus cintas de pintura lanzadas y arrojadas, Stella ofrecía un modelo del artista como un cráneo con regla y compás. Apropiadamente, su primera esposa fue Barbara Rose, crítica e historiadora del arte, fallecida en 2020. Eran iguales en brillantez, aunque su matrimonio no perduró más allá de los años 60. Stella hizo «breves y débiles intentos de contacto», se lamentaba Rose en su diario en 1964. «Ningún deseo real de ver mis lágrimas o escuchar mi historia». Afortunadamente, Stella forjó una unión más duradera en su segundo matrimonio, con Harriet McGurk, pediatra, que lo sobrevive.“Jasper’s Split Star”, 2021, en 7 World Trade Center, un monumental tributo de aluminio a su amigo Jasper Johns. Foto: Frank Stella/Sociedad de Derechos de los Artistas (ARS), Nueva York; Foto de Vincent Tullo para The New York Times
Stella cultivó la imagen de un hombre que siempre iba delante de la manada, un macho alfa que podía correr más rápido que los demás. Coleccionaba caballos de carrera, conducía autos veloces, competía en squash. Publicó un libro genial, Working Space (Espacio de trabajo), un bestseller académico que sigue entreteniendo con su erudita charla sobre el arte y sus apasionadas reflexiones sobre la obra de Annibale Carracci, Caravaggio y otros maestros del siglo XVI. Caravaggio, por cierto, murió a los 38 años, lo que al parecer le pareció bien a Stella, a quien le gustaba decir que ningún artista necesita vivir más de 40 años. La implicancia era que los artistas tienen sus mejores ideas cuando son jóvenes y que el resto de la vida apenas merece la pena.
Sin embargo, Stella trabajó con sostenida intensidad hasta el final. Resulta revelador que actualmente tenga dos exposiciones de obras recientes (de gran tamaño) en galerías de Nueva York, una en Yares Art y otra en Jeffrey Deitch.
Durante la pandemia, cuando se quedó sin los ayudantes y los fabricantes de los que dependía desde hacía años, encontró una nueva forma de ocuparse. Empezó a hacer collages rápidos con trozos de papel que encontraba por la casa. «Un collage al día mantiene alejado el virus de Corona del Mar», bromeaba al escribirle a un amigo artista, Dennis Ashbaugh, que se sorprendió al recibir por correo un collage como regalo. Curiosamente, el collage había sido ensamblado con trocitos de papel de aluminio, papel de fumar marrón e imágenes recortadas que habían sido adheridas con abrochadora en lugar de pegadas, revelando el impresionante desprecio de Stella por la belleza convencional. ¿Quién tiene tiempo de esperar a que se seque el pegamento? Y quizá los broches no sean tan feos después de todo.“The Grand Armada (IRS-6, 1X)”, 1989. Relieve de aluminio pintado. Las pinturas y esculturas de la serie Moby Dick de Stella evocan vagamente imágenes marineras. Foto: Frank Stella/Sociedad de Derechos de los Artistas (ARS), Nueva York; Foto de Hiroko Masuike/The New York Times Stella tambié
Definiendo un valiente mundo nuevo
Nacido en Malden, Massachusetts, en 1936, hijo de un médico, Stella asistió al internado de la Phillips Academy antes de ir a la Universidad de Princeton. En la universidad se especializó en historia medieval, y su falta de formación artística se hace evidente en su obra. Indiferente a la tradición del dibujo académico, creó un arte que rechazaba la facilidad manual en favor de un valiente mundo nuevo de progresiones geométricas y una devoción clarividente por el diseño por computadora.
En 1959, sus Pinturas Negras se presentaron en la ya histórica exposición «Dieciséis estadounidenses» del Museo de Arte Moderno. Para los espectadores que finalmente se habían entusiasmado con las pinceladas anchas y zumbantes de Willem de Kooning y los expresionistas abstractos, las telas de Stella constituían un ataque directo a la pintura gestual, dando a entender que el expresionismo e incluso el sufrimiento humano habían perdido su atractivo como temas artísticos.
Al explicar el origen de sus Pinturas Negras, Stella siempre citaba las pinturas de Jasper Johns de la bandera estadounidense, que tienen las franjas rojas y blancas oficiales y una estructura predeterminada. Johns encontró un apoyo de por vida en Stella, que se había ganado la vida a duras penas como pintor de casas antes de ser famoso y, en 1961, tuvo la amabilidad de pintar el interior de la casa de playa recién comprada de Johns en Edisto, Carolina del Sur. En 2021, como un reconocimiento algo más refinado de su amistad, Stella instaló una monumental escultura de aluminio, «Jasper’s Split Star», en el 7 World Trade Center.La casa del pintor Frank Stella, en 2019, cuando el artista subastó algunas piezas selectas de su colección personal en Christie’s. Foto: Christopher Gregory para The New York Times
¿Cuáles son las mejores pinturas y esculturas de Stella? Por el momento, no hay consenso de la crítica respecto de qué es lo más alto o lo más bajo de su enorme obra, más allá del acuerdo de que las Pinturas Negras le garantizan un lugar para siempre en los libros de texto de historia del arte. Sin duda se destacó en el grabado, campo en el que su propio afán innovador se vio contrarrestado por las exigencias técnicas del medio.
Sus obras más sobrias de la década de 1960 tienen grandes cualidades: las suavemente cálidas Pinturas de Cobre o las rayas arqueadas de su serie Protractor o sus Polígonos Irregulares, como «Sanbornville II» (Museo Whitney), en el que triángulos de colores brillantes se introducen en los lados de cuadrados para crear una familia asimétrica pero carismática. Esas obras son nítidas y lúcidas e insuflan fuerza visual a la geometría.
Aunque Stella solía insistir en que sus pinturas no se relacionaban con nada fuera de su materialidad, eso sencillamente es falso. Dejaba entrar más significado humanista del que quería reconocer. Mis Stella favoritos pertenecen a su serie Pueblo Polaco, más de 130 construcciones de gran escala en las que tiras de madera angulosas y entrelazadas insinúan la tradición de la carpintería paciente. Sus títulos (por ejemplo, «Chodorow», «Zabludow») hacen referencia a los nombres de pueblos polacos donde Adolf Hitler y sus esbirros destruyeron sinagogas centenarias de vigas de madera durante la Segunda Guerra Mundial. Stella me contó que el tema lo fascinó por primera vez cuando su amigo Richard Meier, arquitecto, le regaló un libro de fotografías titulado Sinagogas de madera. Aunque Stella no era judío – creció en un hogar católico italoestadounidense -, las construcciones de Pueblo Polaco parecen tocadas por una vulnerabilidad ausente en el resto de su obra; captan la fragilidad del mundo construido a mano.
Stella también se esmeró por alcanzar amplitud moral en su serie Moby Dick. Esta le llevó de 1985 a 1997 y está compuesta por 226 obras dedicadas a los 135 capítulos de la novela épica de Herman Melville. Las pinturas y esculturas evocan vagamente la imaginería marinera, con formas de olas ascendentes y una sensación de movimiento arremolinado. Los relieves murales tienden a difuminarse en la mente, quizá porque tienen más que ver con el impulso general que con las superficies sensuales, aunque su relación con Melville añade una capa de intriga.“Giufà, la luna, i ladri e le guardie”, 1984. En un giro desde el minimalismo, Stella apiló conos y columnas de metal en un conjunto de casi tres metros de altura que sobresalía de la pared del Museo de Arte Moderno. Foto: Frank Stella/Sociedad de Derechos de los Artistas (ARS), Nueva York; a través del Museo de Arte Moderno
Stella dijo que había decidido releer Moby Dick después de que una forma de ola se materializara en su obra, y también después de ver una ballena con sus hijos en un acuario. Tenía una casa de verano en la costa de Massachusetts, no lejos de Nantucket, de donde zarpó inicialmente el Pequod, y desde donde el capitán Ahab inició su fatídica expedición para destruir a la ballena blanca que le había cortado una pierna, obsesión que acabaría por hundir el barco y destruir a su tripulación.
También Stella estaba prisionero de una obsesión: el destino del arte abstracto. ¿Por qué le tenía tanta devoción? Le resultaba desconcertante, decía, que Pablo Picasso nunca hubiera abrazado la abstracción pura. Incluso en el apogeo del cubismo, que él inventó, Picasso siempre incluía rastros de objetos comunes en sus obras: una pipa, un sombrero, un titular de diario, como si no quisiera perder su último vínculo con la realidad reconocible.
Stella quería continuar desde donde Picasso había dejado y demostrar que la pintura abstracta podía tener la plenitud – la satisfactoria tactilidad – del mundo real. Aportó a ese esfuerzo la fuerza combinada de su rápida inteligencia y su singular audacia. Durante gran parte de ese tiempo pensamos que sólo estaba promoviendo una agenda. Pero quizá, en lugar de eso, estaba construyendo un barco y zarpando hacia una meta que no podíamos ver, un inconformista estadounidense que partía en soledad.
The New York Times
Traducción: Elisa Carnelli