Fuente: La Nación ~ La extraordinaria y dolorosa vida de la pintora mexicana se despliega con obras, fotografías y frases de su diario; después de varias paradas, la magia empieza al cruzar una cortina.
Para ver la muestra inmersiva Vida y obra de Frida Kahlo hay que descender ocho metros bajo la tierra, al segundo subsuelo del semienterrado Centro de Convenciones porteño. Ahí abajo, en la oscuridad, no se encuentra el cielo ni el infierno. Es algo en el medio: la extraordinaria y dolorosa vida de la pintora mexicana es narrada en sus propias palabras; los objetos que pintó se proyectan sobre las paredes, el piso y los cuerpos de los espectadores.
El recorrido empieza en una sala donde hay fotos del diario de Frida. “De su puño y letra, el libro es un documento sorprendente y sin filtros donde Frida plasmó todo tipo de pensamientos”, dice el texto en la entrada. Las ilustraciones son crudas, espontáneas. “¿Te vas? No”, escribió la pintora. No se va a ningún lado.
En la segunda sala, un espejo sobre una cama recrea las condiciones en las que empezó a pintar. Cuando quedó inmóvil, luego de un accidente, su madre colocó un espejo en el dosel de su cama y fue entonces cuando Frida empezó a imitar su reflejo. “Soy mi propia musa, el tema que mejor conozco. El tema que quiero mejorar”.
La última parada antes de llegar a la muestra inmersiva es una habitación azul donde se ve una grabación de Frida besando a Diego en la icónica casa de Coyoacán. Hasta acá, no hay nada nuevo; la magia empieza cruzando una cortina.
Quizás no estemos tan lejos de cumplir las predicciones de Hitchcock. El cineasta imaginó que en el año 3000, las personas elegirían qué personaje encarnar al momento de comprar la entrada de un espectáculo y al ingresar en un auditorio, a través de la hipnosis, sentirían en carne propia las vivencias del personaje elegido. En algo tenía razón: en el futuro ya no sería tan fácil lograr la inmersión. Necesitamos más que simples inscripciones explicativas en la pared y telas colgadas.
En las cuatro paredes se ven los árboles pasar, como si el paisaje fuera mirado desde la ventana de un auto que avanza a toda velocidad. Una voz mexicana, envolvente, describe el accidente que sufrió Frida a los 18 años en sus palabras: “Los camiones de mi época eran absolutamente endebles, comenzaban a circular y tenían mucho éxito; los tranvías andaban vacíos. Subí al camión con Alejandro Gómez Arias. Yo me senté en la orilla, junto al pasamano y Alejandro junto a mí. (…) El tranvía marchaba con lentitud, pero nuestro camionero era un joven muy nervioso…”. De pronto se escucha un estruendo y toda la sala se ilumina de blanco.
La música original, a cargo de Arturo Cardelús, grabada con la Budapest Art Orchestra, es de a ratos dramática, de a ratos solemne. La técnica cinematográfica de composición combinada con la animación tiene el poder de transportar a los visitantes a las distintas dimensiones de la vida de Frida: sus padres, la enfermedad, el amor, los celos, la revolución comunista, el vínculo con el surrealismo, su paso por Nueva York, sus autorretratos, colores, muchos colores.
“El inmersivo es el futuro”, dice Eloisa Simioli, responsable comercial de Acciona, la empresa española que creó la muestra. “Pero no alcanza solo con la tecnología; el público es cada vez más exigente. Además, tiene que haber rigor en la exposición museística y transmitir emoción. En este caso, como el guión curatorial está basado en el diario de Frida logramos esos tres elementos”.
La gente se desespera por capturar algo de la experiencia, pero todo es intangible: solo hay luz y música. Filman las paredes, el piso, a los demás… Eso sí, casi nadie osa sacarse una selfie. La protagonista es Frida. En el medio de la sala hay un altar que en lugar de Inri dice ¡Viva la vida!