Fuente: Télam ~ A partir de algunas obras de arte icónicas, la docente, ensayista y narradora reflexiona en «Lo que no vemos, lo que el arte ve» sobre la creación y su capacidad para reflejar el desastre ecológico.
El nuevo libro de la ensayista, narradora y crítica Graciela Speranza, «Lo que no vemos, lo que el arte ve», toma un puñado de obras de arte simbólicas para reflexionar sobre la creación y su potencial de visibilizar lo que la autora define como un «Armagedón climático» tan intrincado en el paisaje cotidiano que ya es difícil de discernir, tal como graficó la ópera-performance las artistas lituanas «Sun & sea» para la 58 Bienal de Venecia, una playa en verano repleta de gente con los más variados artículos de plástico, alegoría de nuestro letargo frente al desastre ecológico.
Tal vez haciendo honor a la frase del pintor alemán Gerhard Richter, quien decía que el arte es la forma más elevada de esperanza, es que la autora plantea un itinerario por creaciones contemporáneas -como Agnes Denes, Tomás Saraceno, Hito Steyerl o Forensic Architecture- para demostrar la potencia inagotable del arte para volver visible la invisibilidad frente a, ya no solo la crisis ambiental, sino también la inmersión cada vez más inquietante en un mundo digitalmente administrado, los dos tópicos centrales del libro publicado por Anagrama.
«El arte no puede cambiar el mundo pero puede dar entidad material a las metáforas, la reconstrucción del pasado y la imaginación del futuro. O puede convertirse en un campo de entrenamiento, un laboratorio vivo de inmersión en un mundo abierto a la convivencia con los otros y con otras especies», analiza Speranza en una entrevista con Télam.
Pero -advierte la autora- «también hay artistas y escritores que simplemente responden a las agendas de las instituciones, las bienales o incluso el mercado con obras meramente ilustrativas que no agregan mucho a la conciencia ambiental ni al arte. No es muy difícil distinguirlos».
Si hablar de la crisis climática está de moda entonces se vuelve más urgente la lectura de este reflexivo trabajo que a través de datos científicos, obras y artistas, toma como disparador la idea de «un futuro posible: un mundo sin nosotros». El arte como una lente privilegiada indaga en aspectos preocupantes, como que la vigilancia es el precio a pagar por el servicio gratuito de Google y las redes sociales, que la inmensa masa flotante de desechos plásticos que se mueve a la deriva en los océanos tiene un peso estimado de siete millones de toneladas (lo llaman el séptimo continente) y que vivimos oficialmente en una nueva era: «hashtag, el Antropoceno».
«El colapso ya llegó y cuesta desentenderse de una amenaza tan grave», dice Speranza, consciente también de que es importante hablar del clima en un lenguaje que no siempre sea pesimista y fatalista, confiada en la potencia inagotable del arte para volver visible la invisibilidad resistente a las amenazas que se ciernen sobre el hombre y el planeta en el siglo XXI.
Crítica, narradora y guionista de cine, Graciela Speranza (1957) enseña Arte Contemporáneo en la Universidad Torcuato Di Tella y es autora de los libros «Guillermo Kuitca. Obras 1982-1998», «Manuel Puig. Después del fin de la literatura», «Fuera de campo», «Atlas portátil de América Latina», «Cronografías» y de las novelas «Oficios ingleses» y «En el aire». Dirige junto con Marcelo Cohen la revista de letras y artes Otra Parte.
-Télam: Planteas que la imagen apocalíptica del fin del mundo es hoy -a diferencia de lo que uno esperaría en el cine catástrofe- una playa en verano repleta de gente rodeada de elementos de plástico, como se vio en la ópera-performance las artistas lituanas que crearon «Sun & sea» para la Bienal de Venecia. ¿Este es uno de los más claros ejemplos de «Lo que no vemos, lo que el arte ve»?
-Graciela Speranza: Efectivamente, entre las obras que recorro en el libro me parece un ejemplo claro de cómo el arte puede figurar hoy el descalabro ambiental a partir de una experiencia conocida pero inusual para una ópera -un día de playa-, con un raro equilibrio de imaginación, sutileza formal y gracia. Montando una escena colorida y muy animada que incluía al público entre los performers, la obra conseguía acercarnos y al mismo tiempo nos invitaba a tomar distancia de esa «lenta violencia» naturalizada de la crisis ecológica y hacernos ver, sin ningún didactismo, nuestra indolencia frente a futuros desastres. Claro que la imaginación apocalíptica no nació en el siglo XXI, pero la amenaza de una catástrofe ambiental es menos espectacular que las del siglo pasado -una guerra nuclear, una mega tempestad solar o una invasión extraterrestre- , tiene un origen y efectos más complejos, y por lo tanto resulta difícil volver visible el cuadro completo de una destrucción progresiva que se dispersa en el tiempo y en el espacio. De ahí la sutileza formal de Sun & Sea. Nos reconocemos en los veraneantes que, como al pasar, van computando los daños que se cuelan en la vida cotidiana, y a la vez tomamos distancia desde el entrepiso abalconado, como frente a un diorama, reflejados en nuestra negligencia. Porque ¿quién piensa en los millones de partículas de microplásticos con que hemos contaminado los océanos, en los corales blanqueados o el deshielo de los polos en un día de playa?
-T: Algunos artistas que mencionas realizan trabajos donde las otras especies cobran protagonismo o las personas no están: el meteorito de Faivovich y Goldberg en una sala oscura que da una imagen del mundo futuro sin nosotros; las telarañas de Tomás Saraceno o el dispositivo creado por Eduardo Navarro para escuchar la naturaleza en la Bienal de San Pablo. ¿Un ejercicio para tomar conciencia del desastre ecológico que se avecina sería imaginar escenarios sin la presencia humana?
-GS: Sí, creo que los atajos de muchos artistas para figurar lo inconmensurable o, como decíamos, para correr al hombre del centro de la escena y darle protagonismo a otras especies, pueden ayudarnos a recalibrar nuestro lugar en el planeta. Confrontado con los cuatro mil millones de años de un meteorito, o con los ciento cuarenta millones de años que las arañas llevan en el planeta, el tiempo del hombre se vuelve efímero, y el futuro lejano relativamente próximo. Imaginar el mundo antes y después de nosotros puede ser un buen ejercicio para desandar nuestro recalcitrante antropocentrismo. Aunque el efecto perturbador duró muy poco y volvimos muy pronto a la carrera ciega de la producción y el consumo, las imágenes de las ciudades completamente desiertas durante la pandemia trajeron un atisbo de ese futuro posible, un mundo sin nosotros. Estas obras dejan imaginar un pasado anterior a la lenta destrucción de la naturaleza o un futuro sombrío, invitan a salir de uno mismo y redimensionar nuestro lugar en el universo.
-T: Avanzamos hacia un mundo totalmente atravesado por la inteligencia artificial. Pero la IA es un cálculo matemático que no maneja ambigüedad o intuición y cualquier inteligencia artificial carece de interpretación para decir que el cuadro «Esto no es una pipa» de René Magritte, en efecto, no lo es. Entonces ¿cómo debemos imaginar ese futuro? ¿Cómo cambiarlo?
-GS: Creo que hay transformaciones sociales y culturales ya definitivas y quizás irreparables. Las grandes corporaciones del Silicon Valley avanzan hacia conquista integral de la vida y la organización numérica del mundo. Los usuarios de las redes sociales, por caso, ya no reparan en los daños colaterales: la adicción, la banalidad, la autopromoción, la información falsa y, sobre todo, las prácticas de extracción de datos, predicción y comercio con que colaboran alegremente. Los algoritmos eligen por nosotros en Netflix o en Spotify, y hasta pueden producir textos creativos «originales» con un estilo determinado, según un informe reciente bastante escalofriante del The New York Times. Deberíamos al menos intentar hacer un uso soberano de lo que ofrece el mundo digital. El arte también puede ayudarnos a tomar distancia, desvelar el funcionamiento de esa maquinaria ya muy eficiente y escapar del panóptico virtual.