Fuente: La Nación ~ Los atentados de grupos ambientalistas contra obras artísticas para llamar la atención resultan tan inconducentes como repudiables.
Entre 1888 y 1890, Vincent van Gogh pintó en Arlés, Francia, una serie de óleos cuyo motivo es un jarrón con flores de Helianthus annuus. Esas famosas pinturas, conocidas como Los girasoles, objetiva y asépticamente descriptas, no pueden transmitir la atracción que, desde siempre, han generado entre los amantes del arte. Quizá por el simbolismo que el color amarillo tenía para el artista, por el hecho de que fueran pintadas para decorar su propia casa ante la llegada de su amigo Paul Gauguin, por el énfasis de sus pinceladas agresivas o por cientos de razones más, esas obras se han convertido en un imán para los museos que las exhiben.
Tal vez esa atracción haya sido determinante para que el 14 de octubre último dos activistas ecologistas arrojaran sopa de tomates contra el ejemplar que se conserva en la National Gallery de Londres, el primero de una seguidilla de ataques similares. En un video difundido luego del episodio, los atacantes explicaron que entendían que lo hecho constituía “una acción ridícula”, que eran conscientes de la imposibilidad de dañar la pintura y que solo pretendían llamar la atención acerca de los problemas que genera el cambio climático.
Más recientemente, una pintura de 1890 del impresionista Claude Monet, conocida como Les Meules (“Las parvas”), sufrió un ataque similar en el Museo Barberini, en Potsdam, Alemania, a manos de dos activistas que le arrojaron puré de papas. Afortunadamente, la pintura estaba protegida por un cristal, algo habitual en aquellas latitudes, pero infrecuente entre nosotros. En el video posteado luego, los atacantes se identificaron como miembros de Última Generación, otro grupo ambientalista que se cuestiona por qué hay más temor a que se dañe una pintura a que se destruya el planeta.
Habrá que reforzar controles y penalizar severamente a quienes amenazan piezas de valor que integran el patrimonio de la humanidad
Días después, un grupo de ambientalistas arrojó tortas de chocolate sobre las figuras de cera de los flamantes reyes británicos en el famoso Museo Madame Tussauds de Londres.
No pueden caber dudas acerca de la endeblez y primitivismo de los argumentos esgrimidos. La debilidad argumental demostrada quizá tenga el efecto colateral de desprestigiar a las organizaciones –lamentablemente cada vez más radicalizadas– que recurren a acciones de este tipo para llamar la atención pública sobre el cambio climático y otras cuestiones ambientales.
Habrá que reforzar controles y penalizar severamente a quienes amenazan piezas de valor que integran el patrimonio de la humanidad. También los museos locales deberán extremar los cuidados. No se trata ya solamente de evitar robos, sino de evitar repentinas irrupciones que dañen obras valiosas como las del Museo Nacional de Bellas Artes, entre otros.
Más allá de la razonabilidad de sus demandas, los medios que vemos replicarse peligrosamente para ganar visibilidad son claramente inadecuados. Es probable que tengan el efecto contrario, sobre todo entre quienes entienden que dañar el patrimonio cultural de la humanidad es tan miope y tan perverso como contaminar el planeta en que vivimos.